La lluvia había cesado al amanecer, pero el cielo seguía cubierto de un gris espeso. Carter aparcó frente al puerto, con el trozo de metal aún en el bolsillo. Lo sostuvo unos segundos entre los dedos: dorado, con una pequeña ancla rodeada por una letra R.
El símbolo le resultaba vagamente familiar. Había pasado demasiados días entre las calles de Raven’s Bay como para no haberlo visto antes. Lo recordó de pronto: el emblema figuraba en un cartel oxidado, junto al muelle principal. Raven’s Bay Rowing Club. Un antiguo club náutico fundado hacía más de cincuenta años, antes de que el puerto perdiera su esplendor.
El detective caminó hasta allí. El mar, aún embravecido, golpeaba las rocas con un sonido que se confundía con los ecos del viento. El cartel del club colgaba torcido, y una puerta lateral entreabierta dejaba ver una sombra de movimiento dentro.
Carter empujó suavemente. El olor a madera húmeda y aceite de barco llenó sus pulmones. En el interior, un hombre de mediana edad pulía una embarcación vieja. Llevaba una chaqueta azul marino con el mismo emblema dorado cosido en la solapa.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó el hombre, sin dejar de trabajar.
Carter mostró el botón. —Encontré esto anoche. Me pareció que pertenecía a este lugar.
El hombre lo miró apenas un segundo, luego apartó la vista.
—Muchos tenemos insignias así. Las venden en el pueblo. Un recuerdo para turistas.
—Este no parece un souvenir —replicó Carter, observando el nerviosismo con que el sujeto frotaba el trapo contra la madera.
—Mire, señor, no sé qué pretende. Aquí no pasa nada. Solo remamos y bebemos cerveza cuando el tiempo lo permite.
Carter sonrió con esa calma que solía desconcertar a los testigos. —¿Conoce al doctor Davenport?
El hombre se detuvo, por un instante demasiado largo. —De vista. Era médico de mi madre hace años. ¿Por qué?
—Lo encontré muerto esta mañana.
El trapo cayó al suelo.
—¿Muerto? ¿Cómo?
—Todavía no lo sabemos —dijo Carter, midiendo sus palabras—. Pero esto —levantó el botón— estaba en su casa.
El hombre retrocedió un paso. —Yo… yo no sé nada. Trabajo aquí desde hace veinte años. La mayoría de los socios antiguos murieron o se marcharon.
—¿Y Marcus Ellwood? —preguntó Carter con voz baja.
La mención del nombre surtió efecto inmediato. El hombre se tensó y evitó su mirada.
—Él era miembro. Hace mucho. Cuando el club aún tenía dinero. Después de la muerte de su esposa dejó de venir. Vendió su barco.
—¿Y alguien más de su familia?
—Creo que su sobrino venía a veces de niño. Pero eso fue hace años.
Carter guardó el botón y agradeció la información. Antes de salir, el hombre lo detuvo.
—Oiga… si va a remover cosas viejas, tenga cuidado. Este pueblo no olvida, y a veces prefiere no recordar.
El detective se alejó sin responder. Afuera, la brisa arrastraba olor a algas y a metal oxidado. En el muelle, unos marineros descargaban cajas, observándolo con curiosidad.
De camino al hostal, Carter repasó mentalmente la conversación. El club, Marcus, el sobrino… las mismas piezas repitiéndose una y otra vez. Pero había algo nuevo: si Marcus era socio del club, y su esposa murió bajo circunstancias dudosas, ¿qué relación había entre ese círculo cerrado y los recientes asesinatos?
Al llegar, encontró a Steven esperándolo en el vestíbulo, sentado junto a la ventana con una taza de café entre las manos.
—La muerte del doctor Davenport corre como la pólvora —dijo en cuanto Carter se acercó—. Todo el pueblo habla de eso.
—Sí. Murió antes de poder decirme quién fue el hombre que se llevó los informes de tu tía.
Steven bajó la mirada. —Es horrible. Pero no puedes pensar que tenga algo que ver con nosotros.
—No lo pienso —respondió Carter, con calma—. Aunque el botón que encontré apunta al club náutico. ¿Tu tío iba allí con frecuencia?
—De joven, sí. Le encantaba el mar. A veces me llevaba con él. Pero hace años que ese lugar está prácticamente abandonado. ¿Por qué?
—Porque alguien que vestía ese uniforme estuvo en casa del doctor la noche de su muerte.
El rostro de Steven se tensó, apenas perceptible. —¿Estás seguro?
—Tan seguro como puedo estarlo sin pruebas —replicó Carter.
Steven asintió lentamente, como si intentara procesarlo. —Quizá alguno de esos hombres que reman allí… hay tipos raros en el puerto. Gente que se mete donde no debe.
Carter lo observó, pero no dijo nada.
Esa tarde, decidió regresar al club. No encontró al hombre que había hablado con él, y la puerta estaba cerrada con un candado nuevo. En el suelo, marcas frescas de neumáticos se hundían en el barro. Alguien había venido después de su visita.
Cuando se disponía a marcharse, escuchó un leve chasquido detrás del edificio, seguido de pasos rápidos que se alejaban. Corrió hacia el muelle, pero solo alcanzó a ver una figura que se perdía entre la niebla.
—¡Eh! —gritó.
Nadie respondió. Solo el sonido del agua contra las rocas.
Carter caminó despacio hasta el borde del muelle. Algo flotaba entre las sombras: una carpeta plástica, hinchada por el agua. La rescató con el extremo de una cuerda y la abrió. Dentro había papeles empapados, apenas legibles, pero una frase destacaba en tinta corrida:
—Informe médico: Margaret Ellwood. Dosis alteradas —no registrar.
El corazón de Carter se aceleró. Alguien había intentado deshacerse de esos documentos… justo después de la muerte del doctor.
Guardó la carpeta en su abrigo y miró hacia el mar. La niebla se espesaba de nuevo, y entre el rumor de las olas creyó escuchar algo más: un motor encendiéndose a lo lejos.
Esa noche, de regreso en el hostal, abrió los papeles sobre la mesa. Algunos eran ilegibles, pero lo poco que podía leer bastaba para confirmar lo que había sospechado: alguien manipuló las dosis de medicación de Margaret Ellwood antes de su muerte.
Editado: 27.11.2025