Era lunes, y en la empresa todos estábamos vestidos de negro. La atmósfera era pesada, llena de un silencio casi palpable. Nos encontrábamos reunidos en la sala de juntas, rodeados por las miradas solemnes de nuestros compañeros. Los rostros de los empleados reflejaban una mezcla de tristeza y desconcierto, y yo, como todos, sentía un nudo en el estómago mientras escuchaba al accionista mayoritario de ARSA Group. A través de la pantalla, su figura era imponente, pero su rostro, visible incluso a través de la distancia, mostraba una vulnerabilidad que no solía ver en él. Estaba claramente afectado.
Con la voz quebrada, comenzó a hablar, su mirada fija en la cámara pero cada palabra que pronunciaba sobre Larisa Prado, eran melancólicas.
— Era una colega muy responsable y, sin duda, durante su gestión, el departamento legal se fortaleció de manera exponencial— dijo el accionista mayoritario, y sus ojos se oscurecieron por un instante — Supo manejar los casos con justicia e integridad. Era una persona muy respetada, querida por todos. Me duele profundamente perder no solo a una empleada, sino a una gran colaboradora y, más que eso, a una parte de nuestra familia ARSA Group.
Hizo una pausa, y en silencio, todos nos miramos unos a otros, sintiendo la ausencia de Larisa. La sala, antes tan llena de vida, ahora estaba ahogada por la tristeza. Yo podía ver cómo algunos compañeros se secaban las lágrimas con discreción, mientras otros miraban al suelo. El accionista, no podía ocultar su dolor, y las palabras finales que salieron de su boca fueron las más difíciles de todas
— Expreso mi más sincera solidaridad con su madre, la señora Lara Rodríguez.
Con esas palabras, el discurso del accionista llegó a su fin. Él, desde otro país, había logrado transmitir todo el dolor y la pérdida que sentíamos. Tras un breve y solemne homenaje a Larisa, uno a uno de los empleados comenzaron a levantarse y dirigirse hacia sus respectivas oficinas. La sala de juntas, comenzó a vaciarse lentamente.
Antes de irme, algo me detuvo. Vi a la señora Rodríguez, la madre de Larisa, sentada sola en una de las sillas cercanas a la mesa. Su figura, vestida de negro con unas gafas oscuras que cubrían sus ojos y un sombrero negro. Estaba completamente inmóvil, esperando que todos se fueran para poder retirarse.
Al verla allí, sola, una sensación de remordimiento me invadió. No podía irme sin darle mis condolencias. Con paso lento, me acerqué a ella, buscando las palabras adecuadas para expresarle mi pesar.
Al acercarme, noté que las lágrimas habían recorrido sus mejillas, sus ojos, aún llorosos, trataban de mantenerse firmes. Pero, cuando la miré más de cerca, algo en su expresión me sorprendió. A pesar del dolor, había una calma en su semblante.
— Buenos días, siento mucho lo de Larisa —dije, extendiendo la mano hacia ella, buscando un gesto de consuelo.
La señora Rodríguez levantó la mirada lentamente, sus ojos aún reflejaban el rastro de las lágrimas. Aceptó mi mano con firmeza, aunque no pude evitar notar un temblor ligero en sus dedos.
— ¿Eres su amiga? —me devolvió la pregunta, con una mezcla de curiosidad y algo más profundo.
— No... no solo soy su colega, pero siento mucho lo que le pasó —respondí rápidamente, buscando la manera de transmitirle que compartía su dolor. No quería que pensara que era solo una formalidad. Pero antes de que pudiera añadir algo más, la señora Rodríguez soltó un leve suspiro.
— Oh, ya veo... —dijo, casi como si hablara consigo misma. — Larisa siempre fue muy testaruda, me abandonó para mudarse a esta ciudad... Y mira cómo terminó —Dejó escapar un leve suspiro. Había algo en su tono que reflejaba no solo la pérdida de su hija, sino también una sensación de incomodidad.
Me quedé allí, observándola, sin saber qué responder. En sus palabras había dolor, pero también un matiz de reproche.
— Yo de verdad lo siento —dije, con voz temblorosa, mientras daba media vuelta y salía de la sala de juntas, casi como si estuviera huyendo de la situación. Había algo en la señora Rodríguez que me desconcertaba, algo enigmático que no lograba descifrar.
Salí apresuradamente, intentando escapar de la tensión que había dejado atrás. El pasillo parecía interminable. Al llegar a la oficina, la atmósfera allí también estaba cargada. Emilia y Julián estaban sentados frente a sus pantallas, completamente inmóviles. Las manos de ambos descansaban sobre los teclados, pero no se movían.
— Shh... intentamos oír al gerente —dijo Julián en voz baja, sin volverse a mirarme.
— ¿Qué están escuchando? —susurré a Emilia, acercándome un poco más a su escritorio. A pesar de mi curiosidad, trataba de no romper el silencio.
Emilia no respondió. En su lugar, levantó su dedo índice y lo llevó suavemente a sus labios, haciendo la señal universal de silencio. Su gesto fue tan discreto que casi no lo noté, pero el mensaje quedó claro: debía mantenerme en silencio si quería saber lo que estaba pasando.
Después de varios minutos, vi al detective Gavin y al oficial Rea salir de la oficina de nuestro gerente, Pablo Hawar. Ambos se veían serios. Lo habían estado interrogando.
No pasó ni un minuto y el gerente salió de su oficina. Su presencia era casi inconfundible: un hombre alto, con una figura imponente que resaltaba por sí sola. Su cabello negro, cuidadosamente peinado. Llevaba una corta barba que siempre lucía impecable.
El gerente debía tener alrededor de 35 años, era uno de los gerentes más jóvenes de la empresa. ARSA Group se caracterizaba por contratar jóvenes con gran potencial, aquellos que a menudo eran rechazados por otras compañías debido a la falta de experiencia. Pablo era un claro ejemplo de eso: un líder joven, exitoso y siempre dispuesto a demostrar que su edad no limitaba su capacidad para manejar las situaciones más difíciles.
Al ver al gerente, rápidamente centramos nuestra atención en los monitores de nuestras computadoras, simulando que habíamos estado trabajando todo el tiempo, sin prestar atención a la charla con los detectives.