En su soledad eterna, Jan Pier comenzó a plasmar su historia en un diario de cuero negro. Allí relataba sus crímenes, los miles de humanos que había matado para saciar su sed. Cada página era un testimonio de los rostros que borraba de este mundo, pero también de las emociones que, poco a poco, se desvanecían de su alma.
Escribió sobre las noches en París, cuando acechaba entre las sombras mientras las turbas derrocaban la monarquía. Cambiaba de identidad constantemente, huyendo de sospechas. Se refugiaba en diferentes países: Inglaterra, Italia, Rusia... Cada casa que habitaba quedaba desolada con el paso del tiempo, porque él no podía formar vínculos.
Jan Pier extrañaba el calor humano, el simple acto de reír o llorar. Anhelaba bailar nuevamente, sentir cómo sus pies seguían el ritmo de la música, pero esas eran sensaciones que el vampirismo le había robado. Esas pérdidas lo llevaron a esconderse aún más. Creía que su única compañía sería el diario que, con el pasar de los siglos, se llenaba de relatos teñidos de sangre y melancolía.