El sendero ante ellos se extendía entre los árboles dorados y plateados, un camino que no recordaban haber tomado, en un mundo que no reconocían. A pesar de la calma aparente, una sensación de vacío los acompañaba, como si hubieran dejado algo atrás… algo que ya no podían nombrar.
Ella caminaba unos pasos por delante, con los cristales en sus manos, sintiendo su peso sin saber por qué los llevaba. Él la seguía en silencio, con una espada en su cintura, sin recordar cuándo o por qué la había empuñado por primera vez.
El silencio se prolongó hasta que ella se detuvo.
“Necesitamos nombres.”
Él la miró, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido. Y, sin embargo, tenía sentido.
Ella cerró los ojos por un momento. Su mente estaba en blanco, sin referencias, sin memorias que la guiaran. Pero entonces, algo dentro de ella susurró.
“Lyra.”
Él asintió lentamente, probando la palabra en su mente. Luego, miró su espada, sintiendo que, aunque desconocida, le pertenecía.
“Kael.”
No sabían si esos eran sus verdaderos nombres o si simplemente los habían creado en ese instante. Pero eran algo a lo que aferrarse.
Lyra miró los cristales. Aún brillaban con una tenue luz, pero su poder parecía inactivo, sellado dentro de su estructura.
Kael notó la expresión de su rostro. “¿Qué son?”
Ella negó con la cabeza. “No lo sé. Pero siento que… son importantes.”
Kael observó el bosque que los rodeaba. Todo en ese mundo parecía hecho de ecos de algo más antiguo, algo olvidado. No sabían hacia dónde iban, ni si había alguien más allí.
Pero había un camino.
Y eso significaba que alguien debía haberlo recorrido antes.
“Sigamos caminando,” dijo Kael finalmente.
Lyra asintió.
Y con cada paso que daban, aunque no lo sabían, comenzaban a escribir una nueva historia.