El paisaje había cambiado de nuevo, pero esta vez, algo en el aire sentía diferente. La quietud era palpable, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. El suelo, antes cubierto de hojas secas y ramajes rotos, ahora era liso y oscuro, como si la tierra misma hubiera sido arrancada de su ser. El cielo, tan vacío como el corazón de Kael, parecía estirarse más allá de lo que su vista podía alcanzar, opaco y sombrío, como si la luz se negara a regresar.
Kael caminaba solo. Clara y Viktor estaban atrás, más lejos de lo que podían soportar, como si algo invisible los empujara a alejarse, a mantener su distancia de él. No importaba, Kael no podía detenerse. No podía darse el lujo de volver atrás, de mirar lo que había dejado atrás.
Las huellas de sus pasos eran las únicas señales de vida en aquel lugar. La luz que los había acompañado hasta este momento ya se había desvanecido. El sacrificio, los sacrificios, se sentían como ecos, viejos y olvidados. No importaba cuánto hubiera perdido, Kael sabía que aún faltaba algo. Algo que no podía ignorar, algo que debía terminar.
El susurro de las sombras lo rodeaba. No podía verlas, pero las sentía, palpables, colándose en su mente, haciéndole recordar lo que había tenido que dejar atrás, las voces de aquellos que nunca pudieron seguir su camino.
El peso de cada elección, de cada dolor, comenzaba a aplastarlo. ¿Cómo podía haber creído que estaba cerca del final? ¿Cómo podía haber pensado que este viaje sería el último?
El aire a su alrededor se tornó pesado, asfixiante. Kael se detuvo por un momento, respirando con dificultad, la opresión en su pecho casi incapacitante. El sonido de su respiración era lo único que se oía, un eco en la vasta soledad de aquel lugar.
—¿Qué más queda por hacer? —murmuró en voz baja, como si la respuesta estuviera flotando en el aire, esperando ser revelada.
Un sonido distante, un crujido, cortó el silencio. La figura apareció de nuevo, una presencia que había estado acechando desde el principio, la que Kael había temido desde el primer día, la que había creído que ya no existía.
El hombre vestido de sombras se acercó lentamente, sin prisa, como si el tiempo ya no tuviera poder sobre él. Sus ojos, reflejo de la oscuridad misma, lo miraban fijamente, como si pudieran ver más allá de su cuerpo, hasta el mismo núcleo de su alma.
—Kael —dijo con su voz fría, como un susurro de viento helado. —Has llegado tan lejos, pero aún te falta el último paso.
Kael levantó la mirada, sin palabras, sin energía para protestar o siquiera formular una pregunta. La figura no le ofreció respuestas, solo más preguntas.
—¿Qué queda después de todo esto? —preguntó Kael, finalmente, con la voz rota por la fatiga y la desesperación. —¿Qué debo hacer para sellar este ciclo?
El hombre sonrió de manera enigmática, como si lo estuviera observando desde un lugar que Kael nunca podría alcanzar.
—El ciclo nunca se cierra, Kael. No importa cuántas veces creas haber terminado. El verdadero sacrificio no es de cuerpo, no es de alma. El sacrificio verdadero es el del tiempo, del instante. Es el último aliento que tomas sabiendo que ya no hay regreso.
Kael sintió el peso de esas palabras, como si un mar de dudas y temores se desbordara sobre él. Era como si la tierra misma estuviera esperando su respuesta, como si el viento se hubiera detenido para presionarlo, para obligarlo a entender que no había escapatoria.
—¿Entonces todo esto… es en vano? —preguntó, con la voz quebrada.
La figura asintió lentamente.
—Nada es en vano, Kael. Pero para que el ciclo termine, debes estar dispuesto a soltar lo último que te queda. No es un sacrificio que se pueda medir, ni en dolor ni en pérdida. Es un sacrificio del ser, el último de los viajes que comienzas sin poder comprender. La verdad no es una carga, es una liberación.
Un silencio mortal llenó el aire mientras las palabras del hombre resonaban en la mente de Kael. No importaba cuánto había dado, cuántos sacrificios había hecho. No importaba el sufrimiento. La respuesta estaba en su interior, y no podía negarla más tiempo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Kael, ahora más fuerte, con un destello de determinación en su voz.
La figura levantó la mano hacia el cielo oscuro, y un resplandor tenue comenzó a llenar el espacio alrededor de ellos, como si algo antiguo estuviera despertando de su letargo.
—Debes soltar lo que más temes perder —dijo, su voz como una sombra que se deslizaba a través del aire. —Solo así podrás cerrar este ciclo. Y solo entonces, cuando lo hagas, podrás ver lo que queda, lo que siempre estuvo allí.
Kael cerró los ojos, respiró profundamente, y permitió que las palabras se filtraran en su ser. La respuesta estaba allí, en lo más profundo de él, y no podía ignorarla más. La última prueba no era derrotar al mal, no era acabar con las sombras o incluso cerrar el ciclo. La última prueba era entregarse, rendirse ante lo que siempre había sido inevitable.
Abrió los ojos, y vio lo que antes no había visto: el fuego de su alma, esa llama que nunca se apagaba, brillando con una intensidad que casi lo cegaba. No podía seguir luchando contra ello. Debía dejarlo ir. Debía dejar ir lo que lo definía, lo que lo había mantenido anclado en este mundo.
Tomó un último aliento, el más profundo que jamás hubiera tomado, y en ese instante, el mundo alrededor de él comenzó a desvanecerse. Las sombras se disolvieron, el viento cesó, y la figura del hombre desapareció como una sombra que se desmoronaba con el amanecer.
Solo quedaba la paz. La paz que no era el final, sino el comienzo de algo nuevo.
Y, finalmente, Kael entendió lo que nunca había comprendido antes: El sacrificio no era perderlo todo. El sacrificio era aceptar que, al final, lo único que importaba era lo que elegías ser.