Las torres del sol

Prólogo: Un festín para las sombras

1

Vaener caminó hacia el extremo marchito del círculo de rosas blancas; sabía que la aldea de Brivath estaba condenada, pero la protegería una última vez. Y cuando llegase el momento, moriría junto con ella.

Suspiró y se dejó caer. Su cuerpo empezó a temblar al contemplar el sol plateado hundirse en el horizonte.

Esta gente clamó por tu ayuda... yo también... Sin embargo, decidiste ignorarnos.

Cerró los puños al recordar su fallido intento de contactar al rey. La carta que escribió, su último ruego, yacía ahora en alguna parte de la fortaleza, arrugada y sin valor alguno, como las vidas que pronto se perderían.

—Quizá el búho jamás llegó —pensó, tratando de justificar el hecho de que el rey los había abandonado. O, más bien, trataba de convencerse a sí mismo. No lo logró.

No era la primera vez que el rey le fallaba, tampoco la primera que presenciaba la caída de una aldea.

—Maldito sea el día en que hice el juramento —llevó su mano al rostro y rasgó con violencia la cicatriz que atravesaba su mejilla. Quería arrancarla de su piel, borrar el recuerdo de su lealtad y, de alguna forma, refugiarse de su destino, o del destino que el rey había designado para él.

—Aquellos que juran ante el rey gozan de vidas largas, pues pasan a ser hijos de su sangre, ligados a él por siempre —le habían dicho sus amigos más cercanos el día después de su juramento. Tenían razón, pues ahora ninguno de ellos seguía vivo.

Una mano le tocó el hombro. Vaener giró la mirada; era Orpha, la matriarca de la aldea.

—No deberías estar aquí —dijo él con voz quebrada—. Por favor, vuelve a casa.

—No —respondió ella, sonriendo—. Quiero pasar estos últimos momentos contigo.

—¿Últimos momentos? —preguntó, confundido—. Creí haber dicho por la mañana que tenía semillas que repararían el círculo al anochecer.

—Sí lo recuerdo, pero no eres bueno mintiendo, o al menos no lo eres conmigo —acarició suavemente los pétalos de las rosas marchitas—. Además, de ser cierto, ¿por qué no lo has hecho ya?

Él no respondió. Orpha se sentó a su lado. Vaener respiró hondo, incapaz de quitar la vista de su rostro.

Lo único que le hacía agradecer el juramento era haber sido designado como guardian de Brivath, pues gracias a ello conoció a Orpha, de quien se enamoró en silencio, incapaz siempre de confesarle sus sentimientos.

—Me habría gustado pasar más tiempo contigo; debí confesarte mis sentimientos y darte esto.

De su zurrón extrajo un collar de cadena oscura, con un colgante brillante en forma de sol. Era un regalo del rey, del día en que hizo su juramento. Se suponía que con él le propondría matrimonio a la mujer que amaba. Ahora, entre sus manos, el collar parecía el recordatorio de un sueño que nunca se cumpliría. De una vida que no compartiría jamás a su lado.

—Es precioso —sonrió ella y se recogió el pelo.

Vaener, con manos temblorosas, le colocó el collar alrededor del cuello. Era la primera vez que la tenía tan cerca. De manera torpe cerró el broche y, sin poder contenerse, la abrazó, deseando que aquel momento durara para siempre.

—¿Todos los demás están durmiendo? —preguntó él.

—La mayoría —respondió ella—. Dime, ¿será doloroso?

Su cuerpo empezó a temblar y sus ojos suplicaron un “no” por respuesta.

—No, no lo será —mintió. Pero eso pareció tranquilizarla.

Él conocía el dolor de ser devorado por las sombras, pues lo vivió en carne propia. Fue durante una noche de guardia en la aldea de Kaevor, la noche en que murieron sus amigos más cercanos.

Las noches carecían de peligro en la capital del rey, pero en una aldea como aquella, cada noche podía ser la última. Y aquella lo fue.

El círculo de rosas se rompió junto con el escudo. Las sombras penetraron y engulleron a todos, como si se tratara de la seda de un capullo.

Dentro, se siente como un baño caliente, tranquilo y relajante; luego, como un frío congelante y entumecedor; y, finalmente, como si mil espadas atravesaran la carne al mismo tiempo.

No quería que Orpha experimentara tal suplicio; pero tampoco sería capaz de matarla. Así que se conformaría con morir a su lado.

Con una tranquilidad falsa se quedaron abrazados, observando cómo desaparecían los últimos rayos del sol.

2

En el oscuro horizonte, las sombras se precipitaban con furia, como una manada de lobos hambrientos.

—Ha llegado el momento —dijo Vaener.

Dejó fluir su espíritu e iluminó su dedo pulgar. El círculo de rosas blancas brilló con intensidad, liberando su poder. Una agrietada barrera se materializó alrededor de la aldea.

Malditas rosas marchitas, pensó Vaener, dejando fluir más espíritu. Varias de las grietas se cerraron, pero no las suficientes como para soportar la embestida.

Fracasé —pensó, casi apagando su dedo pulgar.

—No debes cargar con este peso solo —dijo Orpha, uniéndose a él en espíritu—. Yo soy la matriarca de la aldea, cumpliré con mi deber.



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En el texto hay: lealtad, magia, fantasía osura

Editado: 11.10.2025

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