Las torres del sol

Capítulo 1: Árbol de piedra

1

Al sur del Ocaso, cerca de Altaluz, donde la paz era suficiente para dormir con calma, pero escaseaba en vigilia, un joven pasaba los dedos sobre su vieja arma.

«Quizá pueda pedirle una espada de madera roja», pensó Seph. «Tal vez ropa nueva, o poder dormir una noche en cama».

Meditó durante horas, pero ninguna opción le pareció que valiera la pena. Al final, un suspiro de frustración escapó de sus labios mientras se dejaba caer sobre la hierba húmeda.

Entonces, una comezón familiar ardió en la cicatriz de su dedo anular: un recordatorio punzante de su fracaso. Un fracaso compartido. La prueba irrefutable de su incompetencia y de la terquedad de su progenitor.

—¿Acaso no es deber de todo padre entrenar a su hijo? —pensó con rabia—. Entonces, ¿por qué se niega a completar el mío?

El crepitar de las hojas hizo eco en sus oídos.

Su padre había vuelto. En su espalda traía un gran ciervo digno de cualquier banquete.

—¿Entonces qué quieres? —preguntó Caror, dejando su cacería en el suelo.

—Aún no lo sé —respondió, acariciando la cicatriz.

—Mentira. Sí lo sabes, pero tienes miedo. Dime qué quieres —señaló hacia las manos de su hijo, quien al instante las bajó.

—Quiero que me enseñes a usar el dedo anular. Enseñame a volar.

Caror contuvo una sonrisa.

—Cuando me pruebes tu valía, te entrenaré. ¿Te parece bien después de comer?

—Está bien. ¿Necesitas ayuda con eso?

—No, solo no me estorbes.

Seph asintió y observó al ciervo con duda.

—¿Acaso es eso lo que quieres para mí, padre? ¿Que termine siendo la presa de los juramentos rotos? - penso

2

Caror cocinó durante todo el primer día. No siempre un hijo cumplía dieciocho años, especialmente aquellos que no vivían en ninguna capital.

Debería estar feliz, pero el miedo de su hijo recaía sobre sus hombros. Volvió la mirada hacia él en varias ocasiones, y cada vez encontró la misma expresión de duda grabada en su rostro.

—No te preocupes —dijo con una voz calmada—. Mientras no lo hayas perdido, funcionará.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Seph.

Caror levantó su mano. Era un mapa de cicatrices, nudillos deformados y piel cuarteada. Un testimonio de sus años como campeón.

—A esta nunca le ha fallado nada —dijo y bajó el brazo—. Y a la tuya tampoco lo hará.

Seph no respondió.

Caror no podía negar su responsabilidad en aquella cicatriz. Al negarse a entrenarlo, Seph lo intentó solo. Y fracasó. Ni siquiera logró elevarse del suelo. Lo recordaba como si fuera ayer: un día, cuando su hijo tenía catorce años, este entró a su tienda llorando.

—Mira lo que me hiciste hacer —le reprochó mientras le mostraba la mano ensangrentada.

—Impaciente terco —respondió, examinándolo con calma. La herida no era tan profunda, pero el sangrado era escandaloso.

—Estarás bien —lo vendó y le pidió que lo dejase dormir.

—¿Qué tengo que hacer para que me entrenes? —preguntó Seph gimoteando.

—Nada, solo crecer.

—¿Crecer? ¡Soy casi de tu altura! —su rostro se tornó de confusión y rabia.

—Me refiero a espiritualmente.

—¿Cómo sabré que estoy listo?

—Cuando seas capaz de cortar un árbol de un tajo, te entrenaré —ahogó un bostezo con las manos—. Ahora déjame en paz.

Una parte de él creía que su hijo estaba listo, que su espíritu y cuerpo ya habían madurado lo suficiente; la otra, sin embargo, solo auguraba un fracaso más. Y eso solo podría significar otro año de espera. Otro año en el que no harían nada más que viajes sin rumbo, cumpliendo encargos para ganarse algunas monedas y, con suerte, alguna rosa blanca.

Al final del primer día, padre e hijo comieron del ciervo sin dirigirse palabra. Solo compartieron algunas miradas indiferentes.

3

—¿Estás listo? —preguntó Caror, tocándole el hombro.

—Sí, lo estoy —respondió, temeroso pero decidido.

—Entonces hazlo —le dio un golpe suave en el hombro.

Seph dio la vuelta y fijó su mirada en el tronco; lo observó no con miedo, sino como si fuera un enemigo. Plantó los pies en el suelo como si tuviera raíces, y desenvainó su espada.

La astillada y frágil hoja brilló con intensidad. Engullida por el espíritu de su portador, se convirtió en una afilada e imponente espada.

A su espalda, su padre sonrió con orgullo.

Un golpe seco en el tronco grueso perturbó el silencio del bosque, provocando la caída de cientos de hojas.

«Avanza», pensó Seph, observando la resistencia del tronco. Empujó con fuerza, aferrándose a la empuñadura como si su vida estuviera en juego. El tronco empezó a ceder. Vertió más espíritu en su espada. Ahora la hoja brillaba tanto como el sol.



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En el texto hay: lealtad, magia, fantasía osura

Editado: 25.10.2025

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