1
Tras tres años de la caída de Brivath, nadie volvió a vivir ahí, al menos no personas comunes. El lugar causaba pesadillas a aquellos débiles de espíritu. Aquellos que podían presumir de sueños tranquilos lo usaban como escondite, pero nadie duraba más de cuatro noches. En definitiva, sería el perfecto lugar para esconder riquezas.
—No hay nadie —dijo Nohr, apagando su dedo meñique.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó el más nuevo de sus camaradas.
—Si no me crees, puedes verificar tú mismo —le dirigió una mirada fría.
—No, si te creo.
Nohr no lo culpaba por tener miedo; era joven e inexperto. Como él hace tres años. De seguir así, terminaría en una tumba. Lo cual sería un desperdicio.
Se puso de pie.
—Ven conmigo —ordenó Nohr al temeroso joven, quien obedeció—. Los demás, quédense aquí.
Con prisa, se dirigieron a la puerta de la deteriorada casa. Nohr apoyó su oído y el eco de cientos de moscas golpeó su tímpano.
—Ábrela —ordenó.
El joven apoyó sus temblorosas manos y empujó, pero la puerta no se movió.
—Si no abre, entonces rómpete el hombro —dijo severamente.
Dos embestidas bastaron para tirar la puerta abajo; cientos de moscas salieron junto con una peste mortífera. La peste de una masacre.
Entraron. El interior de la casa era igual o peor que el exterior. Todo estaba podrido, carente de cualquier valor. Salvo por cinco cadáveres en el suelo. Cuatro de ellos llevaban muertos al menos seis días; el más joven aún estaba tibio y conservaba color.
A Nohr no le importaba quiénes eran, sino cómo se veían. Eran iguales a él: de cabello rojo, piel pálida como la nieve y unos ojos grises intensos. Rasgos en extremo escasos, por no decir inexistentes.
¿Acaso tengo medio hermanos?, pensó, extrañado. Según sus recuerdos, su madre era de pelo y ojos negros. Entonces tenían que ser de su padre. Tuvo más hijos, demasiados para su gusto. Quizá impregnó a cada mujer que encontró con su semilla.
El mero hecho de pensarlo le provocó arcadas.
—Muchacho, sé que estuviste en Altaluz durante un tiempo. Dime, ¿sabes si el Rey o su mensajero ofrecieron alguna recompensa por asesinato? —preguntó Nohr, asqueado.
—Escuché algunos rumores acerca de que el mensajero ofrecía una rosa blanca a cambio del linaje de perro en celo —respondió.
Un chasquido metálico resonó desde el exterior, obligándolos a salir. Los dueños del botín regresaban y se veían bastante molestos. A juzgar por su aspecto —exceptuando, quizá, al gigantón de dos metros—, no eran tan vigorosos de espíritu.
—¿Por qué asesinaron a estos tipos? —preguntó Nohr, señalando hacia el interior de la casa.
Su silencio y falta de interés le dejaron claro que no les sacaría nada de información.
—Mátenlos —ordenó Nohr.
La batalla duró apenas unos instantes; los crueles ladrones resultaron ser combatientes muy mediocres, incapaces de usar los dedos. El grandulón se mantenía en pie gracias a su gran fuerza. Nohr miró al joven miedoso.
—Muchacho, ¿qué ves? —preguntó.
—¿Qué? —respondió, extrañado.
Nohr suspiró; el miedoso resultó ser más inexperto de lo que creyó.
—Notas su debilidad —explicó, molesto.
—Es… lento —respondió, dudoso.
—Exacto —Nohr sonrió—. Hace poco aprendiste a volar. Ahora quiero que te desplaces hacia él y lo mates.
El joven manifestó su espada y, en un parpadeo, ya estaba detrás de su víctima. Lo decapitó de un tajo. Antes de que la cabeza rodara por el suelo, regresó junto a Nohr, ligeramente salpicado de sangre.
—Registren los cadáveres —mandó Nohr.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó con gran curiosidad.
—Mi nombre es Valen —respondió.
—Ok, Valen. Creo que vivirás más tiempo del que creí. Tal vez incluso más que yo.
2
Al regresar al campamento, Nohr fue directo a la tienda de Eshan. Necesitaba respuestas, y algo le decía que él poseía muchas de estas.
Al entrar, Eshan estaba sentado en el suelo, rodeado de cientos de cartas. No se molestó en saludarlo, ni siquiera levantó la vista.
—¿Y qué opinas del nuevo recluta? —preguntó Eshan, indiferente.
—Creo que será bastante útil, incluso más que yo —respondió Nohr, indignado.
—¿Sientes celos de un novato? —Eshan alzó la mirada y soltó una leve risa—. Tú, a quien he cuidado desde que llegaste aquí.
—¿Cuidarme? Ni siquiera me dejaste acercarme a Altaluz. Como si tuviera algo que temer —exclamó Nohr, enfurecido.
—Nunca te quejaste, hasta ahora. ¿A qué se debe tu cambio de actitud? —Eshan se puso de pie—. Ya los viste, ¿cierto? Los cadáveres.
—Sí, los vi. ¿Quiénes son?
—Lo importante no es quiénes son, sino quién los engendró —se dirigió hacia un viejo baúl y extrajo un libro enorme—. Si quieres respuestas, revisa la página cien —dijo, lanzándoselo.