1
Cuando Caror dijo que descansarían un momento, Seph podía esperar cualquier cosa menos que le hiciera un retrato. El retrato anual: una tradición que su padre le había impuesto desde que nació. Algo especialmente molesto para Seph; cada año demoraba más.
—Padre, ¿crees que terminarás pronto? —preguntó Seph, impaciente. Llevaba horas sentado en la misma posición y con la misma expresión seria.
—Solo unos trazos más —respondió Caror, pasando suavemente el lápiz sobre las hojas.
—¿Para qué haces los retratos? Tengo el mismo rostro que tú —preguntó sin esperar respuesta.
—En eso te equivocas. Eres la viva imagen de tu madre —respondió Caror, y sus toscas facciones se suavizaron levemente, dejando entrever una tristeza contenida.
«¿Madre?», pensó Seph, sorprendido. No tanto por haber recibido respuesta, sino por la mención misma. Su padre casi nunca hablaba de ella. Por no decir que parecía que se había embarazado y dado a luz solo.
—¿Crees que pueda verlo después?
—No —respondió secamente.
—¿Por qué no? Se supone que son míos.
—Contén la lengua o tendré que volver a empezar —amenazó, irritado.
Seph no dijo nada más. Se limitó a observar los árboles durante horas y a hundirse en sus pensamientos.
Al cabo de un rato, su padre soltó el lápiz y examinó cuidadosamente cada trazo, cada sombra y cada mancha involuntaria. Estaba satisfecho con el resultado.
—¿Quieres que te enseñe a volar? —preguntó, guardando su trabajo—, ¿o prefieres comer primero?
«Por fin», pensó Seph. Intentó responder, pero la lengua se le entumeció.
—Tomaré eso como un sí —se volvió y caminó hacia el claro del bosque.
La calidez del sol bañó el cuerpo de los hombres. Seph se desperezó, aliviado, y Caror llevó su mano al costado.
—Cierra los ojos y deja fluir espíritu a través de todo tu cuerpo —Seph obedeció con entusiasmo—. Ahora dale solo un poco al dedo anular.
Los pies de Seph se despegaron del suelo y una sensación de tranquilidad se apoderó de su cuerpo, como si nadara en leche tibia.
—Bien, ya está —dijo Caror de repente, volviéndose a la fría sombra.
—¿En serio? —exclamó, antes de caer sobre su trasero—. ¿Eso es todo, padre?
—Ya puedes volar sin lastimarte. Lo demás te toca a ti —respondió, recostándose sobre la hierba—. Quiero que subas a lo alto del árbol y saltes.
—¿No preferirías clavarme una daga en el corazón? —refunfuñó Seph.
—No seas idiota. Si te hubiera querido muerto, te habría apuñalado al nacer —respondió, sonriendo—. Si realmente quieres aprender a dominar el vuelo, debes ser capaz de hacerlo sin necesidad de pensarlo —explicó, colocando sus palmas bajo su cabeza.
De mala gana, Seph trepó al árbol más alto que encontró.
«Espero no morir», pensó, observando hacia abajo. Saltó con decisión y activó su dedo anular, amortiguando su caída un momento antes.
—¡Así, padre! —gritó, entusiasmado. Pero este ya se había dormido.
Seph no prestó atención. Volvió a subir al árbol una docena de veces; en cada descenso, el amortiguamiento ocurría antes, en ocasiones incluso quedaba suspendido en el aire. Pero nada se asemejaba a cómo lo usaba su padre.
—¿Qué hago mal? —se preguntó, frustrado—. ¿Qué dijo antes de quedarse dormido? Que debía hacerlo sin pensarlo.
Entonces lo entendió. Sabía lo que debía hacer, pero temía estar equivocado.
Volvió a saltar una vez más, pero en esta ocasión no activó su dedo anular; dejó que su cuerpo lo guiara, manteniendo la mayor calma posible.
La sensación de leche tibia regresó a su cuerpo, y este flotó, pero no como un amortiguamiento, sino como un acoplamiento al propio viento.
Movió levemente su brazo derecho, y su cuerpo respondió con violencia, impulsándolo cerca del árbol. Volvió a mover su brazo, pero en esta ocasión, su cabeza chocó de lleno contra el tronco.
2
Caror despertó inquieto a causa de la calidez de la sangre. Su hijo yacía sobre él, flotando e inconsciente.
«Entonces, lo descubrió», pensó, sonriendo.
A toda prisa se levantó y tiró de su hijo. Pero este no se movió; estaba fijo en el aire. Demasiado.
—¡Despierta! —gritó, abofeteándolo.
Seph entreabrió los ojos, soltando un quejido.
—Felicidades, veo que eres más listo de lo que pensaba —Seph cayó, confundido, sobre su padre, quien lo acomodó en el suelo con visible disgusto. Trató de ponerse de pie, pero su cabeza daba vueltas.
—Necesitas dormir. Cúrate.
«Me despertaste para volver a dormir», pensó, disgustado. Quiso pronunciar una palabra, pero se abstuvo. Solo obedeció.
Caror caminó de regreso hacia la tranquilidad de la sombra.
—¿En serio vas a dejarlo aquí? —se reprochó—. Se va a quemar al sol. ¿Acaso no eres su padre? —Se examinó su herida al costado; necesitaba una noche más para sanar. Pero, ¿cuándo llegaría esa noche?
—¡Maldita sea! —vociferó, caminando de regreso.
Tomó en brazos a su hijo. Este era más pesado de lo que creía, pero ¿qué se suponía que esperaba? No lo había tomado en brazos desde que cumplió los cuatro.
Lo llevó a la frescura de la sombra y lo recostó a su lado.
—Descansa, pequeño —susurró, dándole un suave beso en la frente.
3
Padre e hijo despertaron con los rayos del segundo sol.
—¿Me trajiste hasta aquí? —preguntó Seph, sorprendido.
—¿Quién más, si no? —respondió.
Caror se levantó; trató de desperezarse, pero el dolor se lo impidió, sacándole un suspiro.
—Vuelve a volar —ordenó—. Quiero que lo perfecciones lo mejor posible —su rostro se llenó de sudor y le faltaba el aliento.
—¿Te sientes bien? —preguntó, preocupado.
Caror asintió.
Durante el resto del día, Seph entrenó, o trató; dominar el vuelo resultó ser más difícil de lo que pensaba. Chocó con varios árboles, se lastimó la cabeza, los brazos y las piernas, antes de lograr, por fin, un desplazamiento decente.