El edificio se alzaba como un cadáver de piedra y metal, devorado por los años y la guerra. Los muros ennegrecidos por el humo aún conservaban, en grietas y escombros, los ecos de las voces que alguna vez lo habitaron.
Bajo el cielo grisáceo de las Tierras Quebradas, los estandartes de los Velios ondeaban ahora en las ruinas. El símbolo retorcido que antes representaba, ahora mutado, oficial, imponente, se reflejaba en los cascos y las armaduras de los soldados que peinaban el sector.
—Encontramos algo, señor —dijo uno de ellos, su voz reverberando a través del comunicador.
Caminaba con paso seguro, sus botas marcando la ceniza acumulada, hasta llegar al interior de la estructura derrumbada. Allí, entre un escritorio corroído y escombros calcinados, reposaba un objeto pequeño, cubierto de polvo y moho.
Un cuaderno. Antiguo. Cuidadosamente encuadernado. La tapa rota, las hojas amarillentas.
Se lo entregaron al oficial del alto mando.
Un Myrzag, joven, de complexión ágil y mirada astuta. Su piel pálida contrastaba con su cabello corto y anaranjado, un rasgo inusual, que ardía como fuego entre las sombras de la ruina.
Tenía apenas veinte Yarün, pero en su porte ya cargaba el peso de las decisiones que moldeaban imperios.
Tomó el cuaderno, hojeó sus primeras páginas. Los caracteres escritos con trazo firme, las anotaciones apresuradas de un soldado atrapado en el derrumbe de un ideal.
El nombre en la primera hoja estaba medio borrado, pero aún podía leerse:
Joer. Soldado Ciela.
El joven Myrzag hojeó unas líneas. Los relatos eran crudos: trincheras, traiciones, cadáveres, desesperación… y finalmente, la caída inevitable de los Velios… y el ascenso de lo que ahora él mismo representaba.
Cerró el diario con suavidad, su expresión neutra.
—¿Qué haremos con eso? —preguntó uno de los oficiales de menor rango, expectante.
El Myrzag contempló el cuaderno por un instante más. La historia de un soldado olvidado. De los que murieron antes de que el Regerium se alzara.
Guardó el diario en el interior de su abrigo negro, junto a otros documentos.
—Nada —respondió finalmente—. Solo es… un recuerdo.
Y con paso firme, abandonó la ruina, mientras detrás de él los estandartes del Regerium se desplegaban sobre las cenizas de los muertos.