Escribiré estas palabras para que queden grabadas, por si alguna vez alguien las encuentra, para que sepan que estuvimos aquí, que hubo rostros, nombres y sangre antes de que la tierra se agrietara. Antes de que los Velios se revelaran y las Tierras Quebradas se convirtieran en tumba de los ingenuos y de los valientes por igual.
Dren 15 de Zälen, Yarün 463 del Tercer Aeón
Hoy, al alba, los clarines resonaron en el puesto de mando como un lamento metálico. La orden era clara y cruel en su simpleza: debíamos partir hacia las trincheras del flanco oriental. Un destacamento Gorvok, aislado y superado, resistía allí contra el avance de los Velios, y los altos mandos, con la habitual frialdad, no estaban dispuestos a conceder ni una grieta más al enemigo.
Frask y yo (los únicos Cielas entre los que aún se consideraban soldados en esta tierra olvidada) nos preparamos con la misma rutina que se clava en el cuerpo tras años de adiestramiento: armadura ajustada, botas y toda es porquería.
La armería rezumaba olor a metal frío y ozono, y bajo la tenue luz de los conductos lumínicos, los soldados recogían su equipo en silencio.
Me asignaron un Rifle de Proyección Kelnar, su cañón y sus partes brillaban tras el último pulido de los ingenieros. Siete cargas concentradas, lo suficiente para un combate breve, lo justo para morir despacio si no tienes puntería. También me dieron una pistola de descarga, un cuchillo forjado con aleación de obsidiana Gorvok y dos esferas de disrupción, pequeñas orbes que al romperse liberan un estallido de energía capaz de romper formaciones.
En ese momento se me hizo ridículo que nos dieran armas blancas, tomando en cuenta las habilidades de nuestra raza… estaba equivocado.
Frask comprobó su equipo mientras murmuraba alguna vieja oración de los guerreros Ciela. Los demás, Gorvok locales, endurecidos como la piedra que los vio nacer, apenas nos dirigían la palabra. Desconfianza, cansancio o ambas cosas. No los culpo.
Nos reunimos en el patio central. Bajo un cielo cuarteado de nubes violáceas, nuestro capitán, un Gorvok literalmente de mandíbula pétrea y ojos como cuchillas, se alzó sobre un estrado improvisado. Su voz, grave y cortante como un filo de energía, rompió el silencio.
—Escuchen bien, soldados —dijo, y su voz retumbó entre las paredes de mineral tallado—. Para esto han entrenado. No importa de qué grieta, bosque o nido hayan salido. Esta tierra no se entrega. No a los Velios. No a nadie. Hoy, defenderemos lo que es nuestro. ¿Entendido?
Un murmullo ronco de asentimiento se alzó entre las filas. Yo respondí junto a Frask. No por fe ciega… sino porque cuando la alternativa es rendirse, incluso un soldado escoge pelear.
Minutos después abordamos la nave de transporte, una vieja bestia mecánica, construida por Aedigun, sus costuras de acero relucían bajo la luz mortecina, y el zumbido de los generadores llenó el aire, como si el mismísimo mundo contuviera la respiración antes del desastre.
Antes de que el estruendo de los rotores ahogara todo sonido, el líder gorvok, un veterano curtido con lo que se le podría llamar cicatrices en el rostro, y una mirada tan impenetrable como las montañas de la zona. Se acercó y nos repartió los suministros con la misma indiferencia con la que se distribuyen las raciones antes de una tormenta.
Un pequeño kit médico, de esos que solo sirven para retrasar lo inevitable si la energía de un disparo te atraviesa; y un paquete de alimentos compactados que sabía que acabaría apretujado en el fondo de mi mochila, olvidado hasta que el hambre doliera más que el miedo.
Comprobé mi rifle de proyección, la cámara de pulso se veía bien. Las cargas estaban completas. Las cuchillas de emergencia bien afiladas. La pistola, asegurada al costado. Todo en orden… al menos en apariencia.
Fue entonces cuando Frask, con esa media sonrisa cansada que siempre le acompaña, rompió el silencio:
—Oye, Joer… ¿Qué piensas hacer cuando regresemos a la capital? —preguntó, sin apartar la mirada de su propio equipo.
Lo observé un instante. La pregunta flotó en el aire como humo de disparo mal disuelto.
—No lo sé —respondí, ajustando el arnés de mi armadura—. Por ahora solo pienso en que no me maten antes de que termine.
Frask rió entre dientes, con ese humor terco que solo tienen los que han visto demasiado y aún así se aferran a las pequeñas cosas.
—Vaya tipo duro… —murmuró, sacando una delgada lámina de metal grabada—. Pues yo pienso volver con mi princesa. Valentina…
Me mostró la pequeña imagen. Una niña de ojos verde oliva, cabello castaño y una sonrisa que no conocía la suciedad de las trincheras ni el sabor metálico de los conflictos. Esa imagen pesaba más que cualquier arma. Y en algún rincón de mí, envidié esa certeza.
Las instrucciones del gorvok zumbaron en nuestros comunicadores y la nave se estremeció al descender. La luz exterior se filtraba en parpadeos espectrales, y cuando al fin aterrizamos en la plataforma metálica de transporte, el olor a óxido, a polvo y a miedo nos recibió como un viejo conocido.
Sin perder tiempo, nos dirigimos a los transportes acuáticos. Barcazas blindadas, herrumbrosas pero imponentes, que crujían al romper las aguas contaminadas de los canales.
El trayecto hacia las líneas del frente fue un desfile silencioso de pensamientos. Algunos rezaban, invocando deidades olvidadas, Frank recitaba antiguas plegarias de nuestra raza. Otros simplemente aferraban sus rifles o las empuñaduras de sus armas de energía con la fuerza de los condenados.
Yo… solo miré al cielo.
Las estrellas asomaban tímidas entre jirones de humo. Belleza efímera, devorada pronto por el aliento ennegrecido de la guerra.
Al llegar a tierra, el desembarco fue rápido, casi instintivo. Mis botas golpearon la roca endurecida y la tierra sucia de las Tierras Quebradas. Mis dedos se cerraron con fuerza en torno al rifle, como si de ello dependiera seguir respirando.