Dren 17 de Zälen, Yarün 463 del Tercer Aeón: Al atardecer
Me incorporé entre los escombros, la cabeza latiéndome como un tambor. El eco de la explosión aún vibraba en mis oídos, y el polvo denso de las ruinas me raspaba la garganta.
Una granada.
Otra maldita granada.
Mis compañeros ya estaban en cubierto, con los rostros tensos y la respiración entrecortada. Me arrastré tras un muro semiderruido, el suelo cubierto de fragmentos de mineral y hojas marchitas, esa maleza rojiza que crece incluso entre la piedra quebrada.
Tomé una rama seca y tosca, quebrada de un arbusto cercano, y me despojé del casco. El peso se aligeró un instante, pero la sensación de vulnerabilidad se coló en mi nuca.
Coloqué el casco sobre la rama, fabricando un señuelo improvisado, y lo asomé poco a poco sobre el borde de cobertura. El casco brilló débilmente bajo la luz mortecina.
Los disparos no tardaron en llegar.
Precisión. Rapidez. Sin dudar.
—Sean quienes sean… —murmuré, frustrado— son bastante buenos.
Frask maldijo por lo bajo. No podían hacer mucho. Toran yacía apoyado en el suelo, el rostro endurecido por el dolor. Un fragmento metálico, ennegrecido por el hollín, sobresalía de su pierna. Frask, arrodillado a su lado, le aplicaba primeros auxilios con manos temblorosas, improvisando con vendas y selladores.
Yo necesitaba ojos sobre el terreno. Rápido.
Entre los escombros, vi un trozo de espejo agrietado, probablemente de algún equipo abandonado. Lo limpié con la manga y lo incliné con cuidado, asomándolo sobre el muro derruido.
El reflejo devolvió el paisaje quebrado: casas destruidas, las estructuras de mineral y roca partidas como costillas rotas, y entre ellas… allí estaban.
Tres figuras.
Apostados en una saliente no muy alta de una de las construcciones en ruinas. Bien posicionados. Pacientes. Profesionales.
Mientras observaba, vi que uno de ellos comenzaba a flanquear. Se deslizaba como un depredador entre los escombros, confiado en que nos tenía acorralados.
Era mi oportunidad.
Rápidamente, me quité la chaqueta y volví a tomar el casco. Con los restos de un tubo roto y la tela, improvisé un maniquí, un cuerpo falso apoyado tras los escombros. Después, ayudé a Frask a mover a Toran a una posición más protegida, lejos de la línea de tiro.
Volví a mi rifle y esperé.
El flanqueador se acercó.
Vio el maniquí.
No lo pensó dos veces. Abrió fuego, vaciando su cargador sobre la silueta falsa.
Ese fue su error.
Me deslicé entre los escombros y, cuando agotó las balas, lo alcancé por la espalda. La culata de mi rifle se estrelló contra su cabeza. El impacto fue seco, sordo. El tipo cayó de rodillas, aturdido, la mirada perdida.
Aproveché. Lo tomé por el cuello y el brazo, lo arrastré fuera de la cobertura, su cuerpo tambaleante delante de mí, escudo y rehén a la vez.
—¡Oigan, les propongo un trato! —grité, asegurando al prisionero, mi arma en su sien.
El que parecía ser el líder salió de su escondite. Sus ropas eran toscas, remendadas. No llevaba armadura militar reglamentaria. Sus manos temblaban al sujetar el rifle, pero sus ojos… sus ojos eran de piedra.
No era un soldado.
Tenía más la apariencia de un civil.
Además era un Nyxari, pero no tenía sus alas.
—¡Déjalo ir, desgraciado! —escupió el líder, apuntándome. Su voz era áspera, cargada de odio y miedo a partes iguales.
No bajé el arma.
—Lo dejaré ir —dije con calma, aunque el corazón me latía como un tambor de guerra— si ustedes nos dejan marchar. Y olvidamos todo esto.
El silencio se espesó, flotando como un humo invisible entre las ruinas.
Poco a poco, los enemigos bajaron sus armas. Sus movimientos eran inseguros, cargados de cautela, como si aún desconfiaran de que lo que les proponía fuera más que una trampa.
Me acerqué paso a paso, el rehén tambaleándose delante de mí, su respiración agitada como la de un animal herido. Cuando estuve a unos diez metros, lo empujé hacia ellos. Cayó pesadamente sobre el suelo agrietado, el polvo grisáceo levantándose en espirales.
—Listo… trato hecho. Aquí tienen a su hombre. Ahora déjennos pasar —anuncié, sin bajar del todo el rifle.
El líder, un hombre de rostro afilado y ojos endurecidos por el cansancio, no bajó la guardia de inmediato. Nos analizó como si intentara descifrar si éramos amenaza, oportunidad… o cadáveres caminando.
—¿Cómo se llaman? —preguntó finalmente.
—Joer —respondí, manteniendo la voz firme—. Ellos son Toran y Frask.
El hombre asintió con lentitud, sus ojos recorriendo nuestros rostros y luego a Toran, cuya piel de piedra dejaba en claro que era un Gorvok. No parecía sorprendido. Quizá en este territorio, uno aprende a ver de todo.
Entonces lo noté.
No solo el líder, sus compañeros… tenían rasgos delicados, ojos rasgados y brillantes, piel grisácea con matices azulados en la luz tenue… Nyxari, sin duda.
Pero sus espaldas… sus espaldas eran un mapa de cicatrices.
Donde deberían alzarse las membranosas alas que los Nyxari despliegan con orgullo, solo quedaban muñones cicatrizados, malformaciones en la carne. Las heridas antiguas. Los cuerpos mutilados.
Exiliados.
Marcados como traidores o criminales por su propio pueblo.
En los cielos de LandetKin, no hay peor castigo para un Nyxari que arrebatarle las alas.
Con un gesto breve, el líder levantó la mano e hizo una señal.
—Síganos.
Llamé a mis compañeros. Toran cojeaba visiblemente, la herida aún sangrante. Arranqué una rama retorcida de un arbusto y se la tendí como bastón improvisado.
Caminamos en silencio, durante lo que calculé serían treinta minutos. Las calles derruidas, las estructuras de mineral quebradas y los restos de edificios nos rodeaban como un cementerio de civilizaciones perdidas.
Llegamos a una casa aún en pie, aunque deformada por los impactos y el abandono. Allí, el líder nos entregó latas de alimento y botellas de agua. Suministros. Vida.