Las trincheras del olvido

Sombras sin Nombre

Últimas líneas antes de la captura

En ese instante, abrieron fuego.
El sonido me atravesó el pecho como un zarpazo de trueno. No hubo tiempo para pensar, ni siquiera para gritar. Solo me arrojé al suelo, esperando que las piedras me cubrieran del fuego enemigo. Que los antiguos o la suerte me recordaran.

A mi lado, Toran se incorporó con la furia de una criatura volcánica. Vi su brazo, ese brazo macizo y denso como piedra viva, transformarse ante mis ojos. La piel se quebró como una corteza que deja asomar mineral líquido. Su antebrazo se alargó, su puño se afiló en una púa cristalina y cortante.

Con un solo movimiento, atravesó a un Velio por el pecho.
La sangre salió disparada como un chorro negro.
Las vísceras cayeron sobre el suelo de madera sucia como frutas podridas.
El cuerpo aún se sacudía cuando Toran giró el rostro, e hizo una mueca.
No por compasión.
Por el dolor que aún llevaba en la pierna, una herida vieja que no dejaba de recordarle que estaba vivo.

El siguiente que cayó fue otro Velio que se preparaba para disparar.
Toran lo vio justo a tiempo.
No gritó. No dudó.
Solo lo aplastó contra la pared, con un solo puñetazo. El crujido del impacto fue seco, como hueso roto entre rocas.

Frask no se quedó atrás.
Desde el suelo, invocó la vitatia como solo un Ciela sabe hacerlo. Su cuerpo se tensó, y de su brazo emergió un sable de luz blanca, afilado como la intención de un verdugo. Con un salto ágil, lo vi elevarse en una línea perfecta, directa hacia el Velio que lo había derribado segundos antes.

El impacto hizo que el enemigo cayera de espaldas. Intentó levantarse.

Frask no se lo permitió.

Con un movimiento lento, demasiado lento para un guerrero como él le cortó el cuello con un arco limpio. La cabeza cayó al suelo como una piedra desprendida de un risco. Rodó entre charcos de sangre y barro, deteniéndose junto a mis botas.

Y el último en reaccionar… fui yo.
Aunque me pese admitirlo.

Me levanté con rabia, no con táctica. Tacleé al idiota que me había hecho la pregunta, lo lancé al suelo y comencé a golpearlo con fuerza. Golpe tras golpe. Siento vergüenza de cómo perdí el control. No pensé. Solo lo golpeaba.

La vitatia empezó a fluir. La sentí arder en mis dedos, como siempre. Concentré esa energía en mi palma, y formé una daga compacta, corta pero afilada.

Me preparaba para rematarlo…

Y entonces se escuchó el disparo.

No vi de dónde vino. Solo sentí el aire quebrarse junto a mi rostro. Cerré los ojos, esperando la muerte.

No llegó.

Cuando los abrí, Toran estaba frente a mí.
De pie. Firme.

El proyectil lo había alcanzado en el pecho, pero su piel… brillaba como cuarzo.
La bala no lo había atravesado.

Siempre había escuchado que los Gorvok podían endurecer su piel con la vitatia, que eran como montañas en forma de carne.
Pero verlo… no tiene palabras.

Por un momento pensé que ganaríamos.

El suelo estaba lleno de cuerpos, charcos de sangre espesa y humo caliente. Las paredes del refugio vibraban por los disparos y el eco de los gritos, como si el edificio también estuviera intentando huir.

—¡No los dejen reagruparse! —gritó Frask desde el otro lado, su voz rasgada por el polvo.

Seguía de pie. Respiraba agitado, con el rostro cubierto de ceniza y cortes. Su sable aún brillaba en su mano, pero la energía titilaba. Cada golpe que daba parecía costarle más. Vi cómo bloqueó una descarga de vitatia con el antebrazo y retrocedió un par de pasos.

—Estoy bien —me gritó, sin que se lo pidiera. Pero lo vi tambalear.

Su guardia seguía firme… pero algo en su mirada ya no lo estaba.

Toran se había llevado otra ráfaga en el pecho. Cayó de rodillas por un segundo, pero su cuerpo se endureció otra vez, como una piedra viva. Se levantó con un gruñido, como si cada músculo le pesara el doble.

—¡Detrás de ti! —alcancé a decirle.

Giró justo a tiempo para lanzar un puñetazo que partió la máscara de un Velio. Sangraba por la comisura de los labios, pero sus ojos… sus ojos estaban fijos en mí. Como si me estuviera diciendo que no me diera por vencido. Que aguantara un poco más.

Y yo, con la daga aún encendida en mi mano, buscaba entre el humo al enemigo que casi me mata. Lo vi. Estaba recargando. Su rifle vibraba con una carga de energía anaranjada. Dispararía otra vez en segundos.

Corrí.

Lo empujé con el hombro. Ambos caímos al suelo. Intenté clavarle la daga, pero la suya llegó primero. Me rozó la costilla. Ardía. Pude quitarle el casco de un golpe, y cuando vi su rostro… era un chiquillo. Apenas tendría edad para afeitarse.

—No… no dispares —balbuceó.

Me quedé congelado. Él también.

Y entonces todo se volvió ruido.

Una granada rodó entre nosotros. No sé quién la lanzó.

—¡Cuidado! —alcancé a oír la voz de Toran, justo antes del estruendo.

La explosión me hizo volar. Sentí cómo mi espalda chocaba contra una de las columnas. El aire me abandonó por completo. Vi el techo girar sobre mí. O eso creo.

Cuando desperté, tenía el oído zumbando y las manos vacías. El suelo temblaba bajo mis dedos. A lo lejos escuchaba gritos. Luego disparos. Luego… silencio.

Y después de eso, solo vi botas.

Negro. Gris. Gris oscuro.
Uniformes limpios. Escudos con un símbolo que aún no reconocía.

—¡Levántate! —gritó uno.

No pude.

Me arrastraron.

A lo lejos, vi a Frask en el suelo. No supe si respiraba.
Toran… Toran estaba de pie. Quieto. No peleaba.

—¿Toran…? —susurré, aunque no sé si me oyó.

Ahí entendí que habíamos perdido.

En esos instantes me vendaron los ojos, pero antes de eso, sentí cómo me ataban las muñecas con un alambre frío. No era cuerda. Era algo metálico y rugoso, que se hundía en la piel. Cuando intenté moverme, una bota me presionó la espalda. No dijeron nada. Nadie gritó. Todo lo hacían en silencio, como si cada movimiento estuviera ensayado.




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