Las trincheras del olvido

Memoria sellada

El aire olía a humedad vieja, a óxido dormido y tierra que ya no recordaba el sol.
Las raíces habían roto el techo hace años. Como dedos del mundo exterior, se colaban por las rendijas y ahorcaban la piedra desde dentro, cubriéndola de musgo espeso. Cada pared agrietada parecía contener respiraciones fósiles. Cada grieta, un susurro detenido.

Lo que una vez fue prisión, ahora era ruina.
Y lo que fue ruina… pronto no sería nada.

Un joven Myrzag permanecía inmóvil, su silueta recortada por la penumbra que fluía entre las ruinas. Su rostro, sereno como piedra antigua, guardaba una calma que no era paz, sino juicio suspendido. Los ojos afilados, como si vieran más de lo que mostraban, parecían tallados en obsidiana viva. Su cabello, de un anaranjado profundo, ardía con un fulgor contenido, un fuego atrapado en la cáscara de la compostura, como una antorcha encerrada en mármol.

Estaba de pie junto a una celda olvidada, en el rincón más remoto del ala este, donde incluso el eco parecía haber dejado de regresar.

El joven Myrzag sostenía con ambas manos algo que no debió haber sobrevivido:
un cuaderno marchito.
Leía.
Sin hablar.
Sin moverse.

Una ráfaga de viento recorrió el pasillo. El polvo se alzó como si respirara por última vez.

Finalmente, el Myrzag cerró el cuaderno.
Bajó los brazos.

El sonido fue leve, pero sonó como el fin de algo más grande.

La tapa cuarteada, las esquinas gastadas, el símbolo de una flor de cuatro pétalos dibujado torpemente en la primera hoja. La tinta diluida por los años, las palabras convertidas en eco.

Desde el fondo del pasillo, otros soldados se acercan. Uno de ellos se detiene detrás del joven oficial.
—¿Qué haremos con eso? —pregunta, con una voz mecánica, como si la pregunta no importara realmente.

El Myrzag no responde al instante.
Solo observa el cuaderno, como si aún lo escuchara hablar.

Después gira ligeramente el rostro. Su expresión no cambia. Su voz es firme.
—Nada. Solo es... un recuerdo.

Da un paso al frente. Abre la mano.
Y lo suelta.

El cuaderno cae al suelo con un sonido seco, opaco,
Descansando totalmente inmóvil, cubierto de un poco de polvo que flota en espiral.
Las botas blancas se alejan, desdibujadas en el fondo.
El Regerium se marcha, dejando atrás solo piedra, raíces y silencio.

Y el cuaderno.

Abandonado.

Pero no olvidado.

“¿Y si todo esto…
empezó en una celda como esta?”




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