Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

La primera visión

Cassandra era apenas una niña cuando descubrió su don. Todo comenzó un día común, mientras regresaba del colegio. Para llegar a casa debía atravesar un sendero que cruzaba el bosque, y fue allí donde tuvo su primera visión.

De repente, todo a su alrededor se volvió borroso. Apenas podía distinguir un río que corría frente a ella y, junto a este, dos personas forcejeando. Una de ellas apuñalaba a la otra una y otra vez.

Al salir de aquella visión, Cassandra se sintió mareada y aterrada: no entendía lo que le acababa de suceder. Echó a correr con todas sus fuerzas hacia su casa, donde la esperaban sus padres y hermanos. Tenía miedo de lo que acababa de experimentar, pero también temía contárselo a alguien. ¿Y si pensaban que estaba loca? No quería que su familia la mirara como a una extraña, ni que el pueblo la señalara como diferente.

Después de aquel día, Cassandra no volvió a tener ninguna visión. Lo que no esperaba era que aquella primera visión pronto se cumpliría.

Tenía apenas diez años y, tras un largo día de colegio y deportes, lo único que quería era dejar sus cosas, hacer la tarea para no olvidarla y salir un rato a jugar afuera. Pero al llegar a casa, notó que la televisión del comedor estaba encendida. Una noticia captó de inmediato su atención: hacía apenas una hora habían encontrado el cadáver de un joven en el río, muy cerca de allí.

El corazón de Cassandra dio un vuelco. Reconocía al muchacho de la pantalla: era el hijo de un amigo de su padre.

Por el cuerpo de la niña pasaron muchas emociones: confusión, ansiedad y miedo.
“¿Tendrá esto que ver con aquella extraña visión que tuve?”, se preguntaba en silencio.

Su madre estaba sentada frente al televisor, con lágrimas en los ojos. Conocía a aquel joven y lo había querido como a un hijo más.

Cassandra dudó: ¿debía contarle a su madre lo de la visión? ¿Y si no le creía y pensaba que estaba loca? No… mejor callar. Pero otra idea la atravesó: ¿y si podía descubrir quién había asesinado a Daniel? Así se llamaba el muchacho. Sí, eso haría.

Antes de decidir nada más, se acercó a su madre, la rodeó con sus brazos, y juntas rompieron en llanto.

Mientras seguía abrazada a ella, Cassandra tuvo otra visión. Esta vez era un poco más clara: un hombre caminaba entre los árboles, con la ropa manchada de sangre y gesto ansioso. No lograba ver su rostro, pero sí su complexión: alto, robusto, de cabello corto y castaño.

De pronto, Cassandra volvió al presente. Seguía aferrada a su madre, quien la observaba con una mirada extraña.
“¿Habrá notado algo?”, pensó. Tal vez sí. Al fin y al cabo, era su madre, la persona que mejor la conocía.

—Hija… ¿has tenido visiones? —preguntó su madre sin rodeos.

Cassandra enmudeció. No sabía qué responder.

—No tengas miedo, puedes contarme. Tu abuela… y la madre de ella… también tenían ese don —explicó su madre con voz suave—. Por lo general despierta cuando eres joven. En mi generación se saltó, pero al parecer, tú lo tienes.

Aunque Cassandra no lo confirmara, su madre ya lo sabía. Lo intuía, lo reconocía: aquello era algo hereditario.

—Sí… —susurró Cassandra, con temor.

—¿Quieres contarme lo que viste? —preguntó su madre con calma, intentando darle seguridad.

—La primera visión que tuve —suspiró Cassandra—. Vi a un hombre asesinar a alguien cerca de un río. —Sollozó—. ¿Crees que esa visión era para anunciarme la muerte de Daniel?

—Shh, tranquila —respondió su madre—. Puede que sí, pero no puedo decírtelo con certeza, hija. —La abrazó de nuevo.

—¿Y ahora qué viste? —volvió a preguntar.

—He visto a un hombre caminar entre los árboles, con la ropa manchada de sangre —dijo Cassandra, con la voz temblorosa—. No pude ver su rostro. ¿Y si es el asesino de Daniel? Debería buscarlo.

—¡No! —saltó su madre—. No puedes involucrarte. Tienes diez años; no permitiré que te metas en esto, ¿me entiendes?

La madre se había alterado al imaginar a su hija investigando el asesinato de un joven que, de alguna forma, era parte de la familia.

Pero algo dentro de Cassandra le decía que no le obedecería. No se quedaría de brazos cruzados. Ella descubriría quién era el asesino y lo entregaría a la policía para que hicieran justicia por Daniel.

Podría encontrarlo. Tal vez otra visión le mostraría su rostro, o dónde había escondido el cuchillo con el que apuñaló. ¿O quizá la policía ya lo habría encontrado? ¿Cómo saberlo? Tenía sólo diez años: era imposible que un adulto la tomara en serio, y mucho menos que le dieran información sobre la investigación.

Aun así, la decisión se fue formando en su pecho como una llama: no le contaría a su madre que iría tras ese hombre, pero no se rendiría.




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