Al final, Cassandra estuvo a punto de obedecer a su madre y dejarlo todo. Pero esa idea se derrumbó cuando escuchó en las noticias que el asesino había sido descubierto. Mostraron su foto en la pantalla y, en ese instante, algo dentro de ella se tensó: aquel hombre no era el culpable.
Lo sabía. Su visión no se equivocaba. El verdadero asesino no se parecía en nada a ese sujeto.
Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Podía permitir que un inocente fuera a la cárcel? No, no podía.
Era una niña, sí, pero nunca había sido como las demás. Desde pequeña se había sentido diferente. Por eso ocultaba sus visiones: no quería que nadie la viera como un bicho raro. No quería ser todavía más distinta de lo que ya era.
Sin embargo, su curiosidad, esa que tantas veces había preocupado a su madre, se había transformado en algo más desde que comenzaron las visiones. Por más que intentara frenarse, cada día sentía que aquella fuerza la empujaba hacia la verdad, hacia un camino peligroso que todavía no sabía recorrer… pero que estaba decidida a seguir.
A la mañana siguiente, Cassandra salió de casa con la excusa de que quería jugar un rato afuera. Era fin de semana, no tenía colegio y la tarea ya la había hecho el día anterior, así que su madre no sospechó nada.
Después de todo, ¿qué podía hacer una niña de diez años más allá de las calles del pueblo? Nada… ¿verdad?
Pero lo que su madre no imaginaba era que Cassandra no iba a jugar.
Caminando con paso firme, tomó el sendero que llevaba hacia el pueblo. Tras avanzar unos metros, se desvió y se adentró en el bosque. A medida que penetraba más entre los árboles, el camino se volvía más oscuro, y cada crujido de las ramas bajo sus pies le recordaba que estaba sola.
Sintió un leve temor, pero no se detuvo. Tenía un objetivo: encontrar pistas y salvar a aquel hombre inocente.
Por fin llegó al río. El corazón le latía con fuerza. Allí, exactamente allí, a la orilla del agua, habían encontrado el cuerpo de Daniel.
Dudó en avanzar, como si el miedo intentara obligarla a dar media vuelta. Pero no se dejaría vencer. Respiró hondo y se acercó.
El agua corría serena, como guardando en silencio el secreto del crimen. Cassandra comenzó a mirar a su alrededor con mucha atención, buscando cualquier detalle, por mínimo que fuera, que la policía hubiera pasado por alto: piedras manchadas, huellas en el barro, ramas rotas… algo.
Entonces, al agacharse junto a la orilla, notó un destello. Allí, entre el barro húmedo, algo brillaba.
¿Un anillo?
Estiró la mano para tocarlo, pero antes de poder alcanzarlo, un mareo la envolvió.
Otra visión estaba por comenzar.
De pronto, todo a su alrededor se volvió borroso. Los árboles, el río, incluso el murmullo del agua se transformaron en un eco lejano. Cassandra seguía en la orilla del río, pero dentro de su visión.
Ante ella apareció una mano. Una mano grande, masculina, con los nudillos manchados de sangre seca. Entre los dedos brillaba el mismo anillo que había visto en el barro. La figura a la que pertenecía permanecía oculta en las sombras: apenas podía distinguir su contextura y el color de su cabello, nada más. Solo un detalle resplandecía como un faro: el anillo.
Aquella mano lo apretaba con fuerza, como si se tratara de algo valioso, casi un tesoro. Luego, en un movimiento brusco, lo dejó caer al suelo. Cassandra sintió el golpe del metal contra las piedras como si lo escuchara en su propio oído.
Quiso alzar la vista, descubrir el rostro del dueño de aquella mano, pero una neblina espesa la envolvió antes de que pudiera ver algo más. El mundo comenzó a dar vueltas y, de pronto, volvió en sí.
El anillo seguía allí, semienterrado en el barro. Cassandra, con el corazón desbocado, lo entendió: ese objeto no era una simple pista. De alguna manera, ese anillo pertenecía al asesino.
Dudó unos segundos. ¿Debía tomarlo? ¿Y si era peligroso guardarlo? Pero no tenía opción: era la única pista real que había encontrado. Con un temblor en la mano, lo recogió y lo guardó en el bolsillo.
Miró una última vez el río. Nada más parecía revelarse ante sus ojos. Había llegado la hora de regresar a casa, antes de que su madre notara su ausencia.
De regreso a casa, Cassandra no podía dejar de tocarse el bolsillo donde había guardado el anillo. Cada paso que daba, el metal parecía pesar más, como si llevara un secreto prohibido con ella.
Entró sigilosamente y fue directo a su habitación. Antes de que su madre pudiera llamarla, abrió un cajón de su escritorio y, con manos temblorosas, escondió el anillo bajo una pila de cuadernos. El corazón le latía con tanta fuerza que temía que cualquiera pudiera escucharlo.
—Nadie debe verlo… —murmuró para sí misma.
Durante el resto del día intentó comportarse con normalidad, pero la curiosidad la carcomía por dentro.
Al caer la noche, cuando todos dormían, se levantó de puntillas y encendió una linterna bajo las sábanas. Sacó el anillo del escondite y lo sostuvo en su mano.
Era pesado, de un metal opaco, con manchas de barro seco aún pegadas a su superficie. Cassandra lo giró lentamente, hasta que algo llamó su atención: en el interior había un grabado diminuto, casi borrado por el desgaste. Entrecerró los ojos para leerlo.
Tres letras. I.R.V.
No tenía idea de lo que significaban, pero estaba segura de una cosa: no era un anillo cualquiera. Aquellas iniciales podían ser la clave para encontrar al asesino.
Cassandra cerró la mano alrededor del objeto, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. El anillo ya no era solo una pista: era su secreto.