A la mañana siguiente, Cassandra intentó comportarse con normalidad. Desayunó con su madre, hizo la cama, ayudó a lavar los platos y hasta jugó un rato en el patio, como si fuera un día cualquiera. Por dentro, sin embargo, la investigación la llamaba con insistencia. Sabía que debía tener paciencia: ahora no podía investigar sin levantar sospechas.
Su madre era demasiado perceptiva y cualquier ausencia extra la delataría. Además, ¿qué podía hacer una niña sola frente a un crimen? Ella misma entendía sus limitaciones. Necesitaba una estrategia, un plan.
Ese pensamiento le dio vueltas en la cabeza todo el día, mientras fingía jugar con su muñeca o leía uno de sus libros escolares. Hasta que, al caer la tarde, la idea surgió como un destello: si la policía no podía escucharla como Cassandra López, quizás lo harían si recibían información anónima.
—Una carta… —susurró, sintiendo un cosquilleo de emoción.
Sí, cartas. Les enviaría las pistas poco a poco, lo suficiente para mantenerlos atentos, pero no demasiado como para exponerse. Y, por supuesto, firmaría con un seudónimo. Nadie debía saber que era una niña. No la tomarían en serio.
Esa misma noche, cuando su madre ya dormía, Cassandra encendió su linterna bajo las sábanas. Sacó una hoja de cuaderno y un lápiz mordido en la punta. Miró el papel en blanco con el corazón palpitando como un tambor.
¿Qué escribiría? ¿Cómo se presentaría?
Respiró hondo y comenzó:
Jefatura de Investigación Criminal
Fecha: 16-09-2012
Lugar: Puerto Trafulín
Me dirijo a ustedes por uno de los casos de investigación que están llevando a cabo, en relación con el homicidio de Daniel Giménez, ocurrido el pasado 13-09-2012 en el Río Calihue.
Quiero hablarles del hombre que tienen detenido y acusado del asesinato. Ese hombre no es el culpable. El verdadero asesino de Daniel sigue libre y puede volver a atacar… o quizá no, tal vez fue algo personal. No lo sé con certeza. Pero de algo estoy segura: ustedes han arrestado al hombre equivocado.
He encontrado una pista en el río y quiero compartirla con ustedes. Parece poco, pero es mucho: un anillo antiguo, que estoy convencida pertenece al asesino. Lo incluyo en este sobre junto a la carta para que lo investiguen.
No sé si me escucharán, pero busco la verdad. Busco darle paz a Daniel.
Seguiré escribiéndoles si encuentro más pistas.
Firma: Hugin y Munin
Con letra temblorosa, Cassandra terminó la carta. No mencionó su nombre ni sus visiones: solo un mensaje breve, directo, con la pista más importante que había hallado. Antes de guardarla, apuntó en su cuaderno las iniciales grabadas en el anillo: I.R.V.. Ella misma seguiría investigando.
El seudónimo lo había elegido con cuidado: Hugin y Munin, los cuervos de Odín en la mitología nórdica. Representaban el pensamiento y la memoria, y volaban por el mundo trayendo lo que otros no podían ver. Un nombre perfecto para su secreto.
Dobló la hoja y la guardó en un sobre viejo que encontró en un cajón. Metió dentro el anillo y lo cerró con manos temblorosas. Al día siguiente, cuando pasara por la comisaría camino al colegio, lo dejaría en el buzón. Nadie sospecharía de una simple niña que caminaba por la calle.
Esa noche, al recostarse de nuevo, abrazó su almohada incapaz de dormir. El sobre descansaba en su mesa de luz.
Ahora tenía un plan.
Y aunque sentía miedo, también sabía que había dado su primer paso para cambiarlo todo.
¿Sería capaz de descubrir la verdad? ¿Y si no lo lograba, y el asesino quedaba impune? Cassandra quería creer que sí podía ayudar, que lograría encerrar al culpable y darle paz a la familia de Daniel.
Daniel…
Era un chico delgado, de ojos almendrados, siempre curiosos, pero tímidos al mismo tiempo. Su cabello castaño solía estar despeinado y su sonrisa, aunque breve, era sincera. Cassandra lo había conocido de cerca: tímido, con pocos amigos, pero muy afectuoso con quienes lograban ganarse su confianza.
Por él, y porque lo consideraba parte de su familia, ahora estaba dispuesta a arriesgarse.
Quizás su visión no hubiera podido detener el crimen, pero todavía podía descubrir a su asesino.