Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

La carta anónima

La mañana transcurrió tranquila en la comisaría de Puerto Trafulín. Los oficiales revisaban papeles, otros tomaban declaraciones de rutina y el caso de Daniel Giménez seguía sobre la mesa como prioridad. Aunque oficialmente ya había un detenido, no todos estaban convencidos de que el asunto estuviera cerrado.

Fue el sargento Pereyra quien notó el sobre en el buzón de la entrada. No tenía remitente; apenas estaba escrito: “Para la Jefatura de Investigación Criminal”.

—¿Y esto? —murmuró, alzándolo frente a su compañero.

Nadie supo qué responder. El sobre parecía pesado, más de lo normal. Uno de los sargentos lo abrió con cuidado. En su interior encontró una hoja escrita a mano, con una letra temblorosa, y un objeto envuelto en un trozo de tela: un anillo de plata, aún con rastros de barro adheridos.

Pereyra frunció el ceño.
—¿Qué demonios…? ¿Quién mandaría esto?

Se aclaró la garganta y comenzó a leer en voz alta:

*“Me dirijo a ustedes por uno de los casos de investigación que están llevando a cabo, en relación con el homicidio de Daniel Giménez, ocurrido el pasado 13-09-2012 en el Río Calihue.

Quiero hablarles del hombre que tienen detenido y acusado del asesinato. Ese hombre no es el culpable. El verdadero asesino de Daniel sigue libre y puede volver a atacar… o quizá no, tal vez fue algo personal. No lo sé con certeza. Pero de algo estoy segura: ustedes han arrestado al hombre equivocado.

He encontrado una pista en el río y quiero compartirla con ustedes. Parece poco, pero es mucho: un anillo antiguo, que estoy convencida pertenece al asesino. Lo incluyo en este sobre junto a la carta para que lo investiguen.

No sé si me escucharán, pero busco la verdad. Busco darle paz a Daniel.

Seguiré escribiéndoles si encuentro más pistas.

Firma: Hugin y Munin.”*

Cuando terminó, la sala quedó en un profundo silencio. Los oficiales dejaron lo que hacían y miraron tanto la carta como el anillo, como si se tratara de piezas malditas.

El comisario Romero, un hombre corpulento de bigote espeso, tomó el anillo con guantes de látex y lo examinó contra la luz. En el interior distinguió un grabado: I.R.V.

—¿Qué opinan? —preguntó sin apartar la vista del metal.

—Puede ser una broma —dijo Martínez, uno de los agentes jóvenes—. El pueblo está lleno de chismes, cualquiera pudo dejarlo.

Era cierto, podía ser una farsa… pero las dudas se extendieron en el aire.

—O puede ser la primera pista real que tenemos —replicó Pereyra con firmeza—. Miren la fecha, la redacción… no parece un chiste.

La discusión dividió la sala en dos bandos: los que veían en esa carta una pista valiosa y los que temían que fuera un simple engaño.

El comisario suspiró. No le gustaban los mensajes anónimos: podían salvar un caso o enredarlo para siempre.
—¿Y qué clase de nombre es Hugin y Munin? —bufó.

Nadie respondió, aunque algunos intercambiaron miradas cargadas de curiosidad.

Finalmente, Romero dejó el anillo en una bolsa de evidencia.
—Quiero peritaje completo. Huellas, material, todo. Y revisen la carta: papel, tinta, cualquier cosa que nos diga de dónde salió. También las cámaras de seguridad cercanas. Quiero saber quién la dejó aquí.

Los agentes asintieron y se pusieron en marcha.

Romero, sin embargo, no podía apartar la vista de las iniciales grabadas en el metal. I.R.V.. Algo en su interior le decía que no era una coincidencia.

Y aunque lo negara en voz alta, una semilla de duda germinó en su mente: ¿habían cometido un error al apresurar al supuesto asesino?

No… no podía ser. Todas las pocas pruebas apuntaban a Esteban Rodríguez. Aunque, en el fondo, Romero no lograba responderse a sí mismo la pregunta más simple: ¿Por qué lo mataría, si no parecía tener relación alguna con Daniel?

La semilla estaba plantada.

¿Tendrían al verdadero asesino aún en libertad?
¿Y si decidía volver a matar?
¿Qué debía hacer ahora?




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