Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

Los ojos detrás de la ventana

A la mañana siguiente, Cassandra caminaba rumbo a la escuela con la mochila colgada al hombro. Desde afuera parecía un día común, pero en realidad era distinto: el sobre ya no estaba con ella. Lo había dejado caer en el buzón de la comisaría como quien lanza una piedra al río y espera que las ondas se propaguen.

Su corazón aún latía fuerte, pero obligó a sus pasos a mantener el ritmo habitual. Al llegar a la esquina, en lugar de seguir directo al colegio, se detuvo frente a la vidriera de la panadería. Allí, con el reflejo del cristal como aliado, podía ver la entrada de la comisaría sin llamar la atención.

Esperó. Tenía que asegurarse de que el sobre fuera encontrado.

Los minutos parecieron eternos. Finalmente, vio al sargento Pereyra abrir el buzón y sacar el sobre. Cassandra contuvo el aire, mordiéndose el labio inferior para evitar un gesto de triunfo. Lo habían encontrado.

Desde su escondite improvisado lo observó entrar con el sobre en mano. No podía escuchar lo que pasaba dentro, pero alcanzó a ver por una ventana lateral cómo los oficiales se reunían alrededor de una mesa. Se inclinaban unos sobre otros, hablaban rápido, movían las manos. Entonces lo vio: el comisario Romero levantaba el anillo, envuelto en un pañuelo, y lo examinaba contra la luz.

El corazón de Cassandra se aceleró. Había funcionado.

Su carta no había sido ignorada. Habían tomado en serio la pista.

Pegó más el rostro al vidrio, arriesgándose a ser descubierta. Vio cómo el anillo pasaba de mano en mano, hasta que finalmente lo guardaron en una bolsa transparente. El comisario dio órdenes con voz autoritaria y los demás comenzaron a dispersarse con gesto serio.

Cassandra tragó saliva. Una certeza la recorrió: había encendido una chispa, y ya no habría marcha atrás.

De inmediato se alejó de la panadería y apuró el paso hacia la escuela, fingiendo prisa por llegar a tiempo. Saludó a una vecina con una sonrisa nerviosa, pero por dentro sentía que flotaba.

Durante todo el día, su mente no dejó de repasar aquella escena: el sobre en manos de Pereyra, los policías atentos, el anillo brillando bajo la luz. Una sonrisa furtiva se dibujó en su rostro.
Lo logré. Me escucharon.

Esa noche, ya en la cama, volvió a reproducirlo todo en su mente. Pero junto a la emoción se filtró el miedo.

Ahora que la policía tenía el anillo, ¿qué pasaría si empezaban a investigar quién lo había enviado? Menos mal que lo había recogido con una bolsa: no encontrarían sus huellas allí. Además… ¿quién sospecharía de una niña? Nadie, ¿verdad?

¿Y si el verdadero asesino descubría que alguien hurgaba en sus secretos? No podía saberlo. No a menos que siguiera la investigación de cerca. Y si lo hacía, vigilaría a la policía… no a ella.

Cassandra cerró fuerte los ojos. Se prometió a sí misma ser más cuidadosa que nunca.

Hugin y Munin habían dado su primer golpe. El juego apenas comenzaba.

Pero sabía que lo que tenía era solo una pieza, y ya no estaba en su poder. Aun así, conservaba lo más importante: las iniciales grabadas en su memoria.
I.R.V.

Tenía que descubrir qué significaban. ¿Un nombre? ¿Un apellido? ¿Algo más?
Y la pregunta más inquietante: ¿por qué Daniel había ido al río?

No tenía sentido, a menos que hubiera ido con alguien. El hombre de su visión era adulto, no un chico de diecisiete años. Había algo que se le escapaba.

—¿Cuándo lo vieron por última vez? —se susurró—. ¿Dónde? ¿Con quién?

Las dudas se agolpaban en su cabeza. Todo sería más fácil si no fuera una niña. Si pudiera meterse de lleno en la investigación.

Pero no tenía elección. Debía hacerlo a escondidas y seguir comunicándose mediante cartas.
Era su única forma de luchar por la verdad.




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