Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

Bajo la tierra delator

Cassandra no pudo dormir en casi toda la noche. Las iniciales del anillo seguían ardiendo en su mente: I.R.V. = Ignacio R. Villalba.
Los rumores que había escuchado resonaban como un eco constante: ¿Daniel visto con los Villalba? ¿Ignacio buscado por la policía? Nadie lo confirmaba, pero todos lo murmuraban. Esa familia estaba protegida por influencias… y eso complicaba todo.

Las cartas anónimas con sospechas no bastarían. Si solo enviaba palabras, podían ignorarla. Necesitaba algo sólido. Algo que hablara por sí solo. Una prueba física.

La oportunidad llegó el jueves, cuando su madre la mandó a comprar pan. Para llegar a la panadería debía cruzar el sendero del bosque, así que aceptó sin protesta. Pero al dejar atrás el último tramo habitado, se desvió del camino. No era un lugar apropiado para una niña sola… y por eso mismo apuró el paso, como si moverse rápido fuera una forma de protección.

El bosque la recibió con el mismo silencio que recordaba del día del río. El canto lejano de un zorzal patagónico apenas rompía la inquietud, y las ramas crujían bajo sus zapatillas con un sonido que le erizaba la piel.

Había vuelto siguiendo un presentimiento. Si Daniel había pasado por allí antes de morir, seguramente dejó algún rastro. Algo que nadie vio, algo que la policía no encontró o ignoró.
Y si no estaba solo —si alguien lo esperaba, lo seguía o lo enfrentó— entonces esa otra persona también pudo dejar una marca.

El aire olía a tierra húmeda, resina y hojas viejas. Sin la luz fuerte del mediodía, encontrar el camino era más difícil, pero Cassandra conocía cada piedra, cada curva, como si el lugar estuviera tatuado en su memoria.

Cuando llegó cerca del río, se detuvo. Cerró los ojos y respiró profundo. El sonido del agua corriendo le trajo una mezcla confusa de miedo, tristeza y determinación. No se dirigió al punto exacto del crimen, sino que se internó unos metros hacia un claro cubierto de hojarasca.

Se agachó y comenzó a revisar el suelo con cuidado. Movía las hojas y ramas secas con una vara, evitando dejar marcas evidentes. No sabía qué buscaba exactamente; solo quería encontrar algo, lo que fuera.

El viento sopló de repente y levantó un pequeño remolino de hojas frente a ella. Por un segundo, lo interpretó como una señal. Avanzó hacia ese punto, se arrodilló y apartó el follaje húmedo. Nada. Solo barro oscuro.

Se levantó, frustrada pero sin rendirse. Caminó unos metros más adentro, observando con atención. Una piedra gris, cubierta de musgo, le llamó la atención. Se inclinó otra vez, esta vez usando las manos. Removió hojas, apartó ramas, tanteó la tierra.
Entonces sus dedos tocaron algo duro y frío.

Su corazón dio un salto.

Un reloj deportivo.

La correa estaba rota en un extremo y la pantalla tenía rayones profundos, pero aún se distinguía una franja azul en el borde. Cassandra lo sostuvo en la palma de la mano, sintiendo cómo el aire se volvía más espeso a su alrededor.

—Daniel… —susurró.

Entonces ocurrió.

El zumbido comenzó como un cosquilleo leve en la cabeza, pero enseguida se transformó en ese mareo familiar que anunciaba una visión. El bosque real se desdibujó, como si alguien derramara agua sobre un dibujo, y los sonidos se apagaron por completo.

El reloj seguía en su mano, pero ya no estaban en el mismo instante.

Fue arrastrada.

El bosque era el mismo, pero el tiempo no. El cielo parecía más claro, y el río corría con más fuerza. Vio movimiento cerca de un tronco caído. Se acercó, invisible.

Daniel estaba allí.

Llevaba la campera verde, los jeans gastados, las zapatillas marrones. Estaba de pie, mirando hacia alguien que ella no lograba ver con claridad. No parecía asustado, pero tampoco tranquilo. Hablaba, gesticulaba, y cada gesto llevaba sombra de preocupación.

En un momento, se tocó la muñeca. Ajustaba el reloj.

Ese reloj.

Antes de que pudiera acercarse más, una figura se interpuso. No era el hombre de la visión anterior: era un joven, tal vez de la misma edad que Daniel. De espaldas. Delgado, un poco más alto, postura firme, cabello negro. No podía ver su rostro.

Daniel dijo algo, pero la voz se escuchaba como un murmullo ahogado. El otro avanzó un paso, y Daniel retrocedió un poco. Hubo un destello en su muñeca: el reloj se movió bruscamente, como si se hubiera golpeado.

Una vibración atravesó la escena. La imagen empezó a nublarse. Daniel giró apenas la cabeza, como si presentara algo o a alguien más… pero antes de que Cassandra pudiera ver el rostro del joven, todo se cubrió por una neblina blanca.

El sonido regresó de golpe.

El crujido de las ramas bajo sus rodillas, el murmullo del río, el viento helado.

El reloj seguía en su mano.

No había duda. Era de Daniel. Y era una prueba.

Cassandra tardó unos segundos en parpadear. El corazón le latía en la garganta. Se sentó un momento para calmar las manos temblorosas. La visión había sido breve, pero suficiente. Daniel estuvo allí antes de morir. No estaba solo. Y el otro no era un adulto, sino un joven.

La figura: delgada, más alta que Daniel, cabello negro, postura erguida… y un aura fría, controlada. ¿Quién era? ¿Por él estaba Daniel allí? ¿Era cómplice del asesino?

Apretó el reloj con fuerza. No podía dejarlo ahí. Era evidencia. Y era real.

Lo envolvió en una pequeña bolsa que llevaba en el bolsillo interno de la campera. Había aprendido que ninguna prueba debía tocarla directamente. Cerró el nudo con cuidado y lo guardó en la mochila.

Antes de retirarse, miró alrededor. El río seguía fluyendo, indiferente. El bosque guardaba secretos bajo cada raíz.

—No voy a dejar que te olviden —susurró. Ni ella misma supo si le hablaba a Daniel o a su propio miedo.

Se puso de pie, se sacudió el barro de las rodillas y emprendió el regreso. Caminaba rápido, casi corriendo, como si alguien fuera a salir de entre los árboles para detenerla.




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