Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

Las Huellas en el Metal

Como la vez anterior, el anónimo había dejado en el buzón un sobre. Pero esta vez parecía diferente: más pesado. Algo en la forma sugería que no solo había papeles dentro, sino una caja. Estaba cuidadosamente sellado, tanto que daba la sensación de que aquello que contenía latía bajo el cartón.

El sargento Pereyra lo colocó sobre la mesa central de evidencias con una solemnidad que incomodó al resto.

—Otro regalo de nuestros amigos los cuervos —comentó Martínez, cruzándose de brazos con media sonrisa burlona.

Sí, Martínez había investigado el origen del nombre con el que el anónimo firmaba.

Pereyra lo fulminó con la mirada.
—Esto no es un chiste.

Romero observaba en silencio. Tenía los codos apoyados sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo el mentón. Desde que habían recibido la primera carta, dormía poco y hablaba menos.

—Abran la caja —ordenó finalmente.

Un agente rompió el sello. El sonido seco del papel desgarrándose resonó demasiado fuerte en medio del silencio. Bajo el algodón apareció un reloj: oscuro, con profundos rayones en la pantalla rota y restos de barro seco aún incrustados entre las ranuras.

Romero lo tomó con guantes. Era pesado. Más de lo que parecía. Como si arrastrara consigo un fragmento del bosque.

—¿Es de Daniel? —preguntó uno de los oficiales.

Pereyra asintió despacio.
—Sí. Su padre contó que lo había comprado con sus ahorros. Lo llevaba siempre. Fíjense —señaló con el dedo enguantado—, en la parte de atrás.

Romero giró el reloj. Allí, grabadas a punta de navaja, se leían tres iniciales torcidas pero claras:

D.G.

El silencio que siguió fue denso, espeso.

Martínez bufó.
—¿Y si lo falsificaron? Cualquiera puede agarrar un reloj, rayarlo un poco y grabarle unas letras. Hasta yo podría hacer eso en diez minutos.

Romero no contestó. Seguía mirando el reloj, como si en cualquier momento fuera a parpadear.

—No es falso —dijo Pereyra, con voz baja pero firme—. En el informe de desaparecidos se mencionaba que Daniel tenía la costumbre de marcar sus cosas con iniciales. Lo hacía en cuadernos, en llaves… hasta en la bicicleta.

Martínez chasqueó la lengua.
—Bueno, pero eso no prueba quién lo dejó ahí. Podría haber sido el verdadero asesino, o el tipo que está preso ahora. Esto no prueba nada nuevo.

—Sí prueba algo —interrumpió Romero sin levantar la mirada—. Prueba que nosotros no lo encontramos cuando fuimos al bosque.

Tenía razón. La carta que acompañaba el reloj lo señalaba con crudeza: ¿Por qué ustedes no lo vieron?

Esa pregunta quedó suspendida como un golpe invisible. Nadie respondió.

Pereyra fue el primero en romper el silencio.
—Y también prueba que Hugin y Munin sabe más de lo que dice.

Martínez soltó una carcajada seca.
—¿Te escuchás? Hugin y Munin. ¿Qué sigue? ¿Le escribimos a Sherlock Holmes?

La risa murió rápido. Nadie la compartió.

Romero dejó el reloj sobre la mesa con cuidado, como si pudiera romperse.
—No lo vuelvas a llamar broma, Martínez.

El agente apartó la vista, incómodo.

Romero continuó:
—Quiero análisis completo. Huellas, restos de piel, partículas. Todo. Aunque esté embarrado, limpien lo que puedan sin alterar inscripciones. Revisen también la correa rota. Si se quebró en medio de una pelea, debería mostrar señales de fuerza… o de alguien tirando de él.

—¿Y si encontramos huellas que no son de Daniel? —preguntó uno.

Romero lo miró con una calma perturbadora.
—Entonces sabremos quién lo acompañó antes de morir.

Pereyra, casi en un susurro, añadió:
—Se habla en el pueblo… de los Villalba. Ignacio. Algunos dicen que lo vieron con Daniel antes de que desapareciera.

Martínez resopló.
—Rumores. Los Villalba son quilomberos desde que nacieron. Pero eso no los vuelve asesinos.

Romero no respondió enseguida. Finalmente murmuró:
—Los rumores a veces esconden verdades que los registros oficiales no muestran.

El reloj quedó allí, en el centro de la mesa, como un testigo mudo esperando ser interrogado.

Pero a medida que avanzaban los minutos, algo extraño comenzó a recorrer la sala.

No era el reloj en sí.

Era la sensación de que alguien los observaba desde las sombras.

Romero lo sintió primero: un peso en la nuca. Una presencia. No se movió, pero su mirada bajó hacia la superficie metálica del reloj… y en el reflejo turbio de la pantalla rota, creyó ver una silueta detrás de él. Una sombra.

O quizás solo su propia desconfianza devolviéndole el rostro.

Pereyra también giró levemente la cabeza hacia la puerta, como si hubiera oído pasos que nadie más escuchó.

Martínez tragó saliva sin saber por qué.

El silencio volvió a caer. Pero ya no era el mismo silencio.

Era uno nuevo.

Uno que respiraba con ellos.

Dentro del metal rayado del reloj, Romero creyó ver —solo por un instante— no su propio rostro, sino el de alguien más.

Alguien que miraba desde la oscuridad.

Alguien que esperaba.




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