Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

El Niño del Espejo

La noche cayó sobre Puerto Trafulín con una calma engañosa. Cassandra no podía dormir. Desde que había dejado la segunda carta, su mente no encontraba descanso. Se movía entre las sábanas como si algo invisible la rozara, un zumbido bajo, persistente, que nacía detrás de los ojos.

El reloj de la mesa de luz marcaba las dos y cuarto.
Entonces lo sintió.

Primero, un frío seco en la nuca. Luego, esa presión familiar en el pecho que anunciaba la llegada de una visión. Intentó resistirse, como si cerrando los ojos con fuerza pudiera evitarla. Pero ya era tarde.

El aire se espesó. La habitación se desvaneció.

De pronto, estaba frente a un espejo. Un espejo viejo, manchado, que devolvía una imagen distorsionada. No era su reflejo. Era el de un niño.

Tenía unos ocho años, cabello oscuro, los ojos hundidos y un gesto de miedo tan profundo que parecía haber nacido con él. Cassandra quiso acercarse, pero no podía moverse. Solo observar.

El niño estaba en una habitación pequeña, iluminada por una bombilla amarillenta que colgaba de un cable pelado. Las paredes, húmedas, tenían marcas de golpes. En una esquina, una mujer gritaba, la voz quebrada por el llanto.
El niño retrocedía, temblando, con la espalda pegada al espejo.

Entonces apareció un hombre.

Alto, con la camisa desabrochada y el cinturón en la mano. El olor a alcohol pareció atravesar la visión misma. El niño no gritó; apenas respiraba. Cuando el hombre levantó la mano, el reflejo se quebró en mil pedazos, y Cassandra sintió el golpe en su propio cuerpo.

El ruido la atravesó.
El corazón del niño —o el suyo— latía con fuerza.
El espejo roto devolvía fragmentos de ambos.

Un trozo del reflejo mostró al hombre saliendo de la habitación, mientras el niño permanecía en el suelo, sosteniendo algo entre las manos: un pequeño espejito de bolsillo, rajado en una esquina. En su reverso, un grabado apenas visible: tres letras desordenadas, casi tachadas, pero una de ellas resplandecía entre la sangre: F.

El aire vibró. Cassandra quiso gritar, pero la voz no salió.

La visión cambió de golpe.
Ahora veía al mismo niño, unos años mayor, sentado en un muelle de madera. Su mirada era otra: vacía, contenida, como si toda lágrima se le hubiera secado. Sostenía el mismo espejo entre las manos, y detrás de él, una sombra adulta hablaba sin rostro.
Solo alcanzó a escuchar una frase:

—No dejes que nadie vea quién sos. Aprendé a mirar sin ser visto.

El niño asintió. Su reflejo la miró directamente a ella, como si la viera a través del tiempo. Los labios se movieron sin sonido… pero Cassandra entendió las palabras.

“Ahora vos me mirás.”

Un golpe seco la arrancó de la visión.
Despertó en su cama, jadeando, empapada en sudor. El espejo de su tocador vibraba levemente, como si alguien acabara de tocarlo.
El reloj de la mesa marcaba las 3:03.

Cassandra se llevó las manos al pecho, temblando. No era solo una visión del pasado.
Había sentido el miedo del niño, su dolor… y su rabia.

Corrió hacia su cuaderno secreto y escribió con letra temblorosa:

Visión: niño de cabello oscuro — mismo tono que el hombre del río.
Golpes. Padre violento. Espejo roto.
Inicial “F”.
Frase: “Mirar sin ser visto.”

Cerró el cuaderno de golpe.
El espejo del cuarto seguía empañado, pero en el centro, donde el vapor se disipaba, quedaba una marca.
Una huella dactilar.

Cassandra dio un paso atrás.
La huella no era suya.

El niño del espejo la había visto.
Y ahora sabía que ella también lo había visto a él.




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