Las visiones de Cassandra I: El rostro del culpable

Ecos del Espejo

El amanecer encontró a Cassandra sentada en la cama, con los ojos abiertos desde hacía horas. No había dormido después de la visión. Cada vez que cerraba los párpados, veía fragmentos del espejo roto y al niño mirándola desde el otro lado.
Su respiración era irregular, como si aún estuviera dentro de esa habitación húmeda donde los gritos nunca se apagaban.

Cuando su madre la llamó para desayunar, Cassandra se obligó a moverse. Bajó las escaleras con lentitud, evitando mirarse en los espejos del pasillo. Sentía que, si lo hacía, volvería a verlo:
el reflejo de alguien que no era ella.

—¿Dormiste bien? —preguntó su madre, sirviendo café con leche.
—Sí… un poco cansada —mintió.

Intentó tomar el desayuno, pero el sabor de la leche le resultaba agrio. Cada cucharada le recordaba la sangre seca sobre el espejo del niño, la marca de la letra “F”.
Apretó la cuchara entre los dedos hasta doblarla un poco. Su madre lo notó.
—¿Qué pasa, Cass? ¿Otra pesadilla?
Ella negó con la cabeza y se levantó enseguida.
—Voy a la escuela. Se me hace tarde.

Salió sin darle tiempo a preguntar más.

El aire frío le devolvió algo de cordura, pero no lo suficiente. Caminó las calles del pueblo sintiendo que cada ventana la observaba, que detrás de cada cortina alguien seguía sus pasos. Cada sombra reflejada en los vidrios le devolvía la misma voz: “Ahora vos me mirás.”

En la escuela intentó comportarse con normalidad. Saludó a sus compañeras, abrió los cuadernos, copió del pizarrón. Pero las letras se desordenaban frente a ella, transformándose en palabras del sueño.
Golpe. Espejo. F.

En el recreo buscó refugio en la biblioteca. Entre estanterías polvorientas, hojeó un viejo almanaque del pueblo, con recortes y registros de vecinos. Pasó las páginas sin saber qué buscaba, hasta que algo la detuvo.
Una foto descolorida: un niño de cabello oscuro, sonrisa apenas forzada, y una nota escrita a mano debajo:

Caleb Fuentes, premio escolar 2004.

El corazón de Cassandra se detuvo un segundo.
El rostro del niño era el mismo que había visto en la visión.
Solo que en la foto sonreía.
En la visión, no.

Se llevó la mano a la boca para no gritar.
El nombre… Fuentes.
La letra F.

Cerró el libro con violencia. El golpe resonó en toda la biblioteca. La bibliotecaria levantó la vista, sorprendida, pero Cassandra ya corría hacia la salida.
No podía respirar. No podía pensar.

Se encerró en el baño. Abrió el grifo, dejó correr el agua y miró su reflejo en el espejo del lavabo.
Por un instante creyó ver su rostro distorsionado, como si el vidrio temblara.

—No… —susurró—. No puede ser.

El reflejo sonrió.
Ella no.

Retrocedió con un gemido ahogado, chocando contra la puerta del cubículo. Parpadeó y la imagen volvió a ser normal: su propio rostro pálido, con los ojos abiertos de miedo.

Se mojó la cara, intentando calmarse, pero algo dentro de ella sabía la verdad: lo que había visto no era una simple visión. Era una advertencia.
Un llamado desde el pasado.

Caleb Fuentes había tenido una infancia. Había conocido el miedo, el golpe, el silencio. Y ese miedo no había desaparecido: se había convertido en otra cosa.
En algo que ahora respiraba cerca de ella.

Cuando volvió al aula, aún temblaba.
En la última hoja de su cuaderno secreto escribió con letra trémula:

“El espejo me devolvió su niñez.
El niño no murió… solo creció.
Caleb Fuentes me está mirando.”

Cerró el cuaderno con un golpe seco.
Afuera, una nube tapó el sol.
El reflejo del vidrio del aula vibró un instante, como si del otro lado alguien se moviera.




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