A la mañana siguiente, Cassandra ya tenía un plan.
No podía seguir mirando pantallas esperando milagros. Necesitaba rastrear a Caleb en el mundo real.
Desayunó sin probar bocado. Su madre le hablaba, pero las palabras pasaban como viento. Apenas escuchaba.
—¿Y la tarea? —preguntó la mujer.
—La hice ayer —respondió Cassandra, automático.
Salió tan rápido que no llegó a escuchar el “¡Cuidado al cruzar!” que su madre le gritó desde la puerta.
En la escuela, apenas sonó el timbre del primer recreo, Cassandra corrió a la biblioteca.
No buscaba fotos esta vez.
Buscaba archivos.
Se dirigió a la sección donde guardaban los viejos listados de alumnos del pueblo. La bibliotecaria la conocía lo suficiente como para no preguntar. Cassandra abrió el armario metálico. El olor a papel viejo la envolvió.
Nombre por nombre. Año por año.
Hasta que lo encontró.
FUENTES, CALEB — 3° grado — Dirección: Calle Los Alamos 251
La dirección daba escalofríos de solo leerla.
Calle Los Aromos era una calle de casas viejas, algunas abandonadas.
No pensó.
Copió el dato en su cuaderno secreto.
Al volver al aula, las matemáticas no existieron para ella.
Solo repetía una frase en su cabeza:
Los Alamos 251.
Al salir del colegio, mintió.
—Voy a hacer un trabajo con Florencia —le dijo a su madre.
Y caminó.
Cada paso hacia ese barrio parecía más pesado que el anterior.
El pueblo, tranquilo y silencioso, parecía estar conteniendo el aire a su alrededor.
Cuando llegó a Los Alamos, notó algo extraño:
las casas eran más viejas, con cercos oxidados y ventanas rotas.
El número 251 estaba casi borrado en una chapa torcida.
La casa parecía abandonada años atrás.
El jardín estaba cubierto de malezas, y una persiana caía torcida como un párpado morado.
Cassandra tragó saliva.
Sintió que alguien la observaba.
Miró a los lados. Nadie.
Caminó hasta la puerta del cerco y empujó.
El chirrido fue tan fuerte que sintió que podía dejarla sorda.
Entró.
El porche tenía astillas. En una esquina, una caja de herramientas oxidada.
La puerta principal estaba entornada.
Cassandra se obligó a respirar.
—Solo miro —susurró para sí misma—. Y me voy.
Empujó la puerta.
El olor a humedad la golpeó de inmediato.
El interior estaba oscuro, las ventanas cubiertas por maderas clavadas de manera apresurada.
Pero lo que vio en la pared le heló la sangre.
Había un espejo.
Alto. Viejo.
Con una fractura en la esquina superior derecha.
El mismo espejo de la visión.
El mismo.
Sintió que los músculos se le endurecían. Dio un paso hacia atrás.
—No puede ser…
Algo crujió detrás de ella.
Una tabla del piso. Un peso que no era el suyo.
La voz llegó suave, como un soplo en la nuca:
—Sabés mirar muy bien.
Cassandra giró de golpe.
No había nadie.
Solo el silencio.
Solo el espejo.
Pero en el reflejo, por una fracción de segundo, vio algo que no estaba en la habitación:
Un hombre parado detrás de ella.
Ella giró otra vez.
Nada.
La respiración se volvió un jadeo.
Salió corriendo de la casa sin mirar atrás, con el corazón estallándole en el pecho.
El mundo le daba vueltas. Las piernas no le respondían del todo, pero consiguió llegar hasta la vereda.
Cuando estuvo lejos, apoyó las manos sobre las rodillas y trató de recuperar el aire.
Entonces lo sintió.
Algo en su bolsillo.
Sacó el cuaderno.
La hoja donde había anotado la dirección estaba doblada, como si alguien la hubiera tocado.
Y debajo, escrito con una tinta que no era la suya, apareció una frase nueva:
“No vuelvas.”
El trazo era firme.
Lleno de fuerza contenida.
Cassandra cerró el cuaderno y retrocedió un paso.
Caleb Fuentes sabía que ella había estado allí.
Sabía que ahora ella conocía su pasado.
Y peor aún:
Sabía dónde encontrarla.