El amor comienza de maneras inesperadas: de encuentros que parecen inocentes, de saludos lanzados al azar como flechas al vacío. Un rostro borroso, que antes apenas recordabas, un día comienza a adquirir forma; y aquellas manos que alguna vez parecieron ajenas se vuelven, sin aviso, las manos de las que dependes para no caer al abismo que siempre ha habitado bajo tus pies.
El inicio del amor es un espejismo exquisito: delirante, perfecto, casi enfermizo. El éxtasis de las primeras citas, el temblor del primer roce accidental, la descarga brutal del primer beso. Lo desconocido se hace veneno dulce, y sus ojos… sus ojos se vuelven la droga que te mantiene viva.
¿Hermoso? Esa palabra se queda corta, muda, inútil. Pero ¿existe acaso un manual que te prepare para la caída? ¿Para el momento en que el amor comienza a quebrarte? ¿Para cuando las risas fermentan en llanto, cuando los besos se enfrían hasta cortarte los labios, cuando la mirada que antes te sostenía empieza a hundirse en un cansancio que te acusa sin hablar? La ves y la escuchas —sin que emita sonido alguno— suplicarte que la dejes ir. Y tú, aferrada a su reflejo, percibes la verdad: te ama, sí, pero ya no es feliz. Su rostro grita “¡suéltame!”, aunque su boca no lo diga.
¿Puedes culparla por querer huir? No. Porque tú misma has construido trampas para retenerla.
¿Amor? ¿Obsesión? ¿Dónde termina uno y comienza el otro?
Te advierten que la estás rompiendo, que ella te está rompiendo, que ambas se han convertido en grietas. “Déjala libre”, te dicen. Pero tu egoísmo es un monstruo hambriento, y sigues sujetando sus manos rotas, manos que ahora tienen la frialdad de un cadáver.
Te amo con locura, sin lucidez, sin fuerzas; agotada, despedazada… pero te amo.
Hablar de mejorar se volvió un ritual inútil, un acertijo que ya nadie quiere resolver.
—¡Cede! —grita ella.
—¡Siempre cedo yo! —escupes con rabia.
Ella baja la cabeza. Te mira con ojos vencidos. Y con una voz tan tenue que parece un susurro de ultratumba, sentencia:
—Se terminó.
Y te suelta.
Te lanza al río oscuro donde las corrientes heladas arrancan pedazos de ti. Te hunde en un lago infestado de criaturas que desgarran tu carne, que mastican tus huesos como si estuvieran hechos de papel.
—¡Amor, ayúdame! —gritas, aferrándote al último hilo de cordura que te queda.
Ella, con sus maletas temblando en sus manos delicadas, lucha por no mirar atrás. Pero tu grito abre una herida sobre su alma. Y, quebrándose, arroja su equipaje al suelo, corre hacia ti y extiende sus manos. La ves dudar, ves la fuerza que hace para no regresar, ves el tormento. Y aun así vuelve. No porque quiera… sino porque su amor es otra forma de condena.
Y entonces, como almas atrapadas en un bucle infinito, vuelven a encontrarse en la misma sala, repitiendo la misma escena, la misma promesa rota, la misma herida que jamás cierra. Ambas lo saben, ambas lo sienten: este destino que las ata no es un hilo… es una cadena oxidada alrededor del cuello.
Y como ritual macabro, recitan aquel verso antiguo que ha sobrevivido siglos:
“El amor todo lo soporta; el amor todo lo vence.”
Se aferran a palabras pronunciadas por un Dios sin rostro, un Dios que observa desde la sombra cómo se devoran mutuamente.
Eres mi condena.
Eres mi árbol prohibido en medio del huerto.
Y por ti, amor, mi alma acepta perder la inocencia y la redención; hundirse en el lago ardiente que aguarda paciente para torturar, una y otra vez, mi cuerpo y mi espíritu. Pero aquí estoy, amor: destruye, quiebra, consume lo que fue tuyo desde mi creación.
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Editado: 23.11.2025