Las voces de mis pensamientos

La herencia del dolor

Manos ásperas y rotas me criaron; labios cansados me aconsejaron. Su rostro vivía contraído por el dolor que arrastraba desde joven: era una niña tratando de criar a otra. No había tiempo para abrazos; ella tenía que luchar, tenía que mantenerse de pie ante la promesa —o la condena— de sobrevivir. Sola, apoyándose en una pared agrietada, en un pozo sin escapatoria, en un dolor profundo que le devoraba la voz. Su voz agotada. Su voz rota. Su corazón hecho trizas, rogándole a la vida: “¡Por favor, no me abandones!”

Puedo ver sus pies descalzos. Te quitaste los zapatos para ponérmelos, pero madre… tus zapatos aún me quedan grandes. “No puedo avanzar con ellos”, le susurro. Ella me mira y responde: “Es todo lo que puedo ofrecerte, mi pequeña.”
Mi dedo jamás pudo levantarse para señalarla. ¿Cómo culpar a aquella mujer que, con sus manos callosas, me dio un empujón hacia la vida, y cuando las manos acosadoras me señalaban, ella gritaba: “¡CORRE, PEQUEÑA!”?
Pero volteo, y la veo. Su cuello atado. Ella quiere escapar, pero no puede. Aquella persona sujeta tan fuerte la soga que sus pies sangran, que sus uñas están rotas de tanto intentar liberarse.

Madre… deja de atarme a ti.
Madre, tienes un cuchillo en la mano… ¿por qué no cortas la soga que te aprisiona?
Silencio. Sólo silencio en el abismo que nos rodea.

Ella, esclava del dolor de su madre.
Yo, esclava del suyo.
Una cadena que le ruego a la vida que rompa, porque el dolor no debería heredarse y la prisión jamás debería llamarse hogar.

Sálvame.
Devuélveme la libertad.

Pero ella calla, y yo vuelvo mis días súplicas constantes, como si mis gritos pudieran modificar la historia. Y aun en la profundidad de estas tinieblas seguiré gritando hasta que mis pulmones sangren, esperando —aunque sea absurdo— que ella, ajena a mi dolor, vuelva el rostro, tenga misericordia y estire la mano para romper las cadenas.

Y entonces me descubro otra vez aferrada a una esperanza casi inexistente, escondida en la palma de mi mano, escapándose entre mis dedos como si la misma vida se negara a quedarse.




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