De pequeña, el amor que me ofrecían quienes juraban amarme fue el mismo amor que me rompió los huesos del alma. Las manos que me trajeron al mundo fueron las mismas que me empujaron al vacío, un vacío sin bordes, sin luz, sin salida. Les grité desde la grieta más profunda de mi cuerpo: “¡AYUDA!”, y aun así… nadie respondió. Miré alrededor y lo único que encontré fue una oscuridad tan espesa que parecía tragarse mi nombre.
“¿Mamá? ¿Papá?”, susurraba aquella niña. Pero no fueron ellos quienes la escucharon. Fue ese ser que nadie veía, ese que se alimentaba de mi miedo, quien contestó: “Pequeña… yo me encargaré de ti.”
Y cumplió su promesa. Me hundió hasta que mis pulmones dejaron de pelear. Me trituró, arrancó pedazos de mí sin cuidado, y terminó con aquella niña sin dejar rastro. En su lugar dejó crecer a una joven llena de heridas que supuran cada cierto tiempo, heridas que ya no cierran, que laten, que queman.
Le digo a mi corazón que se calle. Que deje de llorar, que deje de suplicar, que deje de entregarse a quienes prometen amor con la boca llena y los pies listos para aplastarlo. Porque esos labios que hablan de cariño y de futuro son los mismos que escupen verdades que cortan: “Siempre serás una decepción.”
Calla, corazón mío. La vida es corta, el cuerpo está exhausto, y tú sigues golpeando contra un mundo que no te quiere suave. No te rindas, por favor. No permitas que estas venas dejen de empujar las últimas gotas de vida que aún nos sostienen.
“Sanarás”, te murmuro cuando nadie mira. “Te sostengo. Me tienes a mí.”
Pero él, cruel, cansado, sin piedad, cada noche responde:
“¿Tú me sostienes? ¿Tú? Si tú eres yo.
¿A quién tienes tú… aparte de ti?”
Y entonces, una vez más, la esperanza se desmorona como si nunca hubiera sido mía
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Editado: 23.11.2025