Recuerdo los cuentos de mi tatarabuela sobre las guerras del pasado, sobre la destrucción y el sufrimiento que azotaron la Tierra. Me hablaba de cómo las naciones se enfrentaban entre sí, de cómo la codicia y el poder corrían por las venas de los líderes. Me hablaba sobre hechos históricos de una época que, para nuestros estándares actuales, era primitiva. Sobre una guerra que ocurrió en 1914, pero de la cual ya no se tienen registros. También me hablaba sobre otra guerra que ocurrió en los años de 1939 a 1945, sobre un líder militar austríaco con un singular bigote que, aunque hizo prosperar a un país llamado Alemania (que por cierto ya no existe, creo que en la actualidad ese territorio se llama República Federal de Hamburgo, tras una revolución muy sangrienta), puso a toda Europa al borde de la destrucción junto a otros dos países que ya no existen, y de cómo los aliados se enfrentaron a ellos con valentía y honor. Pero también me hablaba de cómo, después de siglos de lucha, la humanidad finalmente encontró la paz.
Fue en el año 2084 cuando se estableció el Gobierno Mundial Unificado, un ente que buscaba unir a las naciones y erradicar las guerras. Y lo lograron. Luego de la última guerra a gran escala, 40 años antes de la creación de dicho ente, los pocos países que quedaron en pie fundaron este gobierno. Al principio, no se tenía fe de que cambiarían las cosas para bien, pero nos equivocamos. La sociedad, la cultura, la medicina y la tecnología avanzaron a pasos agigantados, y con ello, la calidad de vida de la humanidad. La pobreza, el hambre y algunas enfermedades fueron erradicadas. La energía limpia y renovable se convirtió en la norma.
Las ciudades se transformaron, con rascacielos futuristas y parques llenos de vegetación. La educación se convirtió en una prioridad, y el acceso al conocimiento se universalizó. Cada rincón del mundo parecía brillar con un nuevo esplendor. Mi tatarabuela hablaba con asombro de la velocidad del cambio, de cómo en tan solo unas décadas, el mundo que conocían se había desvanecido para dar paso a algo totalmente diferente.
Pero a medida que avanzábamos, algo se perdió en el camino. La emoción, la pasión, la conexión humana; todo se volvió tan perfecto, tan vacío. Ya no veías crímenes en las calles, indigentes, corrupción... ojo, no digo que eso esté bien, pero ya no había ese dinamismo del que solía contarme mi tatarabuela. Más bien parecíamos máquinas o una mente colmena. Las interacciones humanas se volvieron superficiales, mecánicas. La espontaneidad y el caos que alguna vez caracterizaron a la vida humana fueron reemplazados por una eficiencia y orden casi inhumanos.
Las familias ya no discutían ni se enfrentaban; los matrimonios eran perfectos, pero carentes de la chispa que una vez definió el amor. Los amigos pasaban tiempo juntos, pero siempre con una sensación de distancia, como si una barrera invisible los separara. En los trabajos, la gente cumplía sus roles con una precisión robótica, pero faltaba la camaradería y el sentido de propósito que alguna vez existieron.
Recuerdo que mi tatarabuela solía decirme que la imperfección era lo que nos hacía humanos. Que en nuestras fallas y errores residía nuestra verdadera belleza. Pero en esta nueva era de perfección, todo eso se había desvanecido. Miraba a mi alrededor y veía un mundo que, aunque brillante y avanzado, carecía de la esencia que alguna vez nos definió.
Mis disculpas por no presentarme, me llamo Lisbeth y vivo en Nueva Edén, una ciudad construida sobre las ruinas de Nueva York. Esta ciudad es un ejemplo de perfección, un lugar donde la tecnología nos rodea y nos cuida. Pero a veces, en las noches silenciosas, me pregunto: ¿qué pasó con el alma de la humanidad? Ya no hay personas que griten, que corran, que se agredan entre ellas tanto física como psicológicamente. Es como si esa parte de nosotros se hubiese borrado, como si esos sentimientos los tuviéramos reprimidos y no supiéramos cómo sacarlos a flote. Es todo tan perfecto que no parecemos humanos, a veces me siento como si estuviera viviendo en una ilusión; una ilusión de paz, de perfección, de felicidad. Pero ¿qué hay detrás de esa ilusión? ¿Qué hay detrás de la fachada de este mundo perfecto?
Me pregunto si alguien más se siente como yo. Si alguien más nota la ausencia de algo esencial en esta vida perfecta. Mi padre me dice que la humanidad ha alcanzado un nivel de evolución sin precedentes, que hemos superado las limitaciones de nuestro pasado y hemos creado un futuro mejor. Pero yo no estoy tan segura.
A veces, cuando camino por las calles de Nueva Edén, veo a gente sonriendo y riendo, pero sus ojos parecen vacíos, sin alma. Veo a los niños jugando con sus dispositivos de realidad virtual. Mi tatarabuela decía que cuando la tecnología no había alcanzado los avances actuales, los niños salían a jugar fuera de casa, solían salir a pasear en familia, divertirse de forma inocente. A veces llegaban a casa con raspones en las rodillas o lastimados, pero riendo por haber pasado un momento de diversión sana. Pero ahora los veo jugar con sus dispositivos de realidad virtual sin saber nada de eso. Veo a los adultos trabajando en sus empleos perfectos, sin saber qué es la pasión o la lucha por crecer a nivel financiero o personal. Ya no hay emprendimientos, negocios propios, solo las mismas empresas con siglos de existencia.
Y me pregunto: ¿qué hemos ganado en este proceso? ¿Qué hemos perdido?
Mi tatarabuela solía decirme que la vida es un equilibrio entre la luz y la oscuridad, entre la alegría y el dolor. Pero en este mundo perfecto, parece que solo hay luz. Y eso me asusta. Porque en el fondo, sé que la perfección es una ilusión. Sé que hay algo más allá de esta fachada de felicidad. Algo que nos espera, algo que nos llama.
Editado: 12.12.2024