A veces, cuando estoy en medio de la multitud en Nueva Edén, me siento como un tornillo entre tantos clavos. Las mañanas son simples, el único ruido que se escucha es el canto de las aves. No escucho el claxon de los vehículos, las caminatas de las personas, ni las llamadas personales, ni vendedores, nada. Para ser sincera, me siento como si estuviera flotando en un mar de caras desconocidas sin un propósito claro, solo ir y venir, todos los días.
Mi vida es una serie de eventos programados, de reuniones y de compromisos. No hay espacio para la espontaneidad, para la aventura. Todo está planificado y controlado. Desde el momento en que me despierto hasta que me acuesto, mi día está lleno de actividades predeterminadas, diseñadas para maximizar la eficiencia y la productividad. Cada segundo está contado, cada acción medida. Y yo me siento atrapada en esta rutina.
Las calles de Nueva Edén están llenas de gente que se mueve en perfecta sincronía. Nadie se desvía de su camino, nadie parece tener prisa o estar retrasado. Es como si todos supieran exactamente a dónde van y qué tienen que hacer. Y yo, en medio de esa multitud, me siento insignificante, como si no importara realmente lo que hiciera o pensara.
Observo a los demás y no parece importarles en lo absoluto lo que sucede a su alrededor. Cada persona parece inmersa en su propio mundo, ajena a los demás. La falta de interacción humana genuina me abruma. Los rostros que me rodean son una mezcla de serenidad y desinterés, sin rastros de emoción verdadera. Las sonrisas son mecánicas, las miradas vacías.
Recuerdo cómo mi tatarabuela describía la vida en su tiempo. Había caos, sí, pero también había pasión, emoción, sorpresas. La vida no era perfecta, pero era real. Aquí, en Nueva Edén, todo es tan predecible que se siente artificial. Echo de menos la incertidumbre, la posibilidad de lo inesperado.
Cuando me encuentro en medio de una reunión con mis compañeros de clase, escuchando a mis colegas hablar en tonos monocordes sobre cualquier tema, me siento desconectada. Sus voces son como un zumbido distante, y me doy cuenta de que he perdido la capacidad de emocionarme por algo. Nada parece tener sentido, nada me inspira. Es como si mi vida estuviera en piloto automático, y yo solo fuera una espectadora.
A veces, en esos raros momentos de introspección, me pregunto si alguien más se siente como yo. Si hay alguien más que vea más allá de la fachada perfecta de Nueva Edén y se dé cuenta del vacío que se esconde detrás. Me pregunto si hay alguien más que anhele algo más, algo verdadero y auténtico.
Pero en esta ciudad, esas preguntas parecen no tener cabida. La perfección no deja espacio para la duda o la insatisfacción. Y yo, atrapada en este ciclo interminable, me siento cada día más aislada, más sola.
Durante una noche fría, después de haber regresado a casa tras las clases, me dirijo directamente a mi habitación. Mis padres no estaban en casa, como suele suceder casi siempre. Mi madre, Carolyn, es una xenobióloga muy respetada en la comunidad científica. Sus investigaciones demostraron que había vida microorgánica fuera de nuestra galaxia, algo que al principio no se creía. Este descubrimiento revolucionó nuestra comprensión del universo y abrió nuevas fronteras para la exploración espacial.
Fuera de su trabajo, es una madre entregada, de las pocas que hacen los quehaceres, ya que las máquinas dominan ese campo. Ella solía decir que las máquinas solo nos debían ayudar en cosas muy complicadas o peligrosas, pero que cosas sencillas como limpiar, cocinar, lavar y lo demás, las podíamos hacer nosotros sin problemas. "Es importante no perder el toque humano", solía decir, mientras preparaba nuestras comidas favoritas o limpiaba la casa con esmero.
Conmigo, es como una amiga muy íntima. Siendo hija única, siempre me consentía tanto que a veces llegaba a un punto que me molestaba, pero eso no quiere decir que le faltaba el respeto, nada que ver. Nuestra relación es una mezcla de cariño y respeto, una conexión única que aprecio profundamente. Mi madre siempre ha estado ahí para mí, escuchando mis problemas y compartiendo sus experiencias. A menudo, sus historias sobre sus investigaciones y descubrimientos me llenan de asombro y me inspiran a buscar mi propio camino en la vida.
A pesar de su apretada agenda, siempre encuentra tiempo para mí, ya sea para ayudarme con los estudios o simplemente para hablar. Sus consejos, aunque a veces un poco estrictos, siempre están llenos de sabiduría y amor. La admiro no solo por su brillante carrera científica, sino también por su capacidad de mantenernos unidos como familia, incluso en un mundo tan dominado por la tecnología.
Por otro lado, mi padre, el Dr. Erick Magallanes, es un ingeniero en biotecnología e informática, también muy respetado en la comunidad científica, especialmente en la médica. Sus trabajos en la biotecnología impulsaron la creación de prótesis tipo cyborgs, implantes artificiales y otros avances significativos que ya expliqué con anterioridad. Mi padre es un pionero en su campo, siempre buscando nuevas maneras de mejorar la calidad de vida a través de la tecnología.
Al igual que mi madre, él también cree que las máquinas solo deben hacer el trabajo que para nosotros es imposible y lo demás debemos hacerlo nosotros mismos. "La tecnología está aquí para ayudarnos, no para reemplazarnos, recuerda no somos inútiles", solía decir mientras ajustaba algún implante o trabajaba en su laboratorio. Su enfoque siempre ha sido encontrar un equilibrio entre la automatización y la humanidad, asegurándose de que no perdamos nuestro toque personal en el proceso.
Editado: 12.12.2024