Los días en la oficina comenzaron a ser diferentes. Desde que comenzó toda mi convivencia con Samantha había seguido el plan que cree al pie de la letra, todo para que esa farsa que necesitábamos mantener saliera perfecto, para que las cosas siguieran su curso y mi vida estuviera más tranquila y sin la presión constante de mis padres, pero con el paso de las semanas, nuestras interacciones empezaron a volverse más naturales.
No entendía qué estaba pasando, pensé que simplemente me estaba acostumbrando a su presencia, que ya no era tan incómodo estar cerca de ella. Pero algo más comenzaba a desarrollarse, algo que no podía ignorar, aunque intentaba no darle demasiada importancia.
Samantha y yo habíamos hablado muchas veces de trabajo, claro, pero con el tiempo nuestras conversaciones se fueron volviendo un poco más relajadas, hablábamos de cosas más triviales, hacíamos comentarios que antes no habríamos intercambiado si no fuera por nuestra situación.
¿Cómo pasó eso? No lo sabía.
De repente, comenzaba a disfrutar de esas pequeñas conversaciones que no tenían nada que ver con lo que se esperaba de mí. Durante las reuniones, me encontraba mirando a Samantha de manera distinta, observando su sonrisa cuando respondía a una broma, notando su risa cuando algo le parecía divertido. Empecé a notar que sus reacciones eran genuinas,y me encantaban.
Un día en particular, después de una reunión algo difícil, donde por suerte todo salió bien, pero nos quedó la tensión en los hombros, me quedé a solas con Samantha. Ella estaba organizando algunos papeles en su escritorio, y yo me acerqué a ella sin pensarlo mucho.
—¿Sabías que me encanta cocinar?— le conté, sin pensar en cómo podría escucharse aquello. Fue uno de esos comentarios espontáneos, que no parecen tener mucho sentido, pero al ver su reacción y su mirada curiosa, me sentí... diferente. Como si, por un momento, ella no estuviera solo viendo al “jefe”. Vi una chispa de interés real en su rostro, no la misma expresión vacía que solía ver cuando hablábamos de temas profesionales o de lo que debíamos hacer para seguir la farsa.
—No me lo imagino, — respondió con una sonrisa divertida, y por alguna razón, esa respuesta me hizo sonreír de vuelta.
—Soy excelente con la pasta, —murmuré recostándome en su escritorio. —Aunque, honestamente, nunca logró hacer la salsa igual dos veces, es como si la cocina me amará y odiará por igual. —Ella soltó una risa suave, y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me estaba gustando el sonido de su risa.
Estaba perdiendo esa sensación de incomodidad que me causaba tenerla cerca, podía hablar con ella sin sentir que estaba midiendo cada palabra, ya no se sentía como un guion mal hecho que debíamos seguir, ya era una conversación de amigos. De repente, la idea de estar con ella, de compartir con ella se sentía más... cómoda, más espontánea.
—Entonces deberías invitarme a cenar alguna vez, —dijo, con una mirada traviesa que me hizo cuestionar por un segundo si en realidad lo decía en serio o si solo era una broma. Por un momento, me sentí como si no tuviéramos que mantener tantas apariencias.
—¿Una cena? —respondí, levantando una ceja. —No creas que será algo romántico. Solo una buena comida, los invito a comer.—Ella se apresuró a responder, con una leve sonrisita en los labios.
—¡No esperaba nada romántico! Solo quiero saber si eres tan buen cocinero como dices.—
Algo en esa conversación me hizo sentir que en nosotros estaba despertando algo, algo que no podíamos explicar, aunque ambos tratáramos de mantener las distancias, no era fácil.
Era como si, poco a poco, estuviéramos dejando de lado las barreras que habíamos construido desde el principio. Trataba constantemente de recordarme a mí mismo que todo eso era una farsa, que no podía dejar que las cosas se complicaran, que mi objetivo seguía siendo el mismo, pero había algo en ella, en su forma de sonreír, en su forma de hablar, en la forma en la que movía sus manos cuando quería expresarse, que me hacía pensar que tal vez estaba empezando a disfrutar de su compañía de una manera que no debería.
El día siguiente fue otro de esos momentos en los que me di cuenta de cómo habían cambiado las cosas entre Samantha y yo. La oficina estaba en completo silencio entre a buscar algunos documentos, Samantha ya estaba allí, trabajando como siempre, y aquella ocasión, a diferencia de las demás, no me saludó de manera cortante, como de costumbre, en lugar de eso me regalo una sonrisa tan dulce que hizo que el suelo bajo mis pies temblara. Algo tan simple, pero que me hizo sentir que la situación no era tan rígida como antes.
—¿Cómo va todo?— le pregunté, sin mi característico mal humor, Parecía como si de verdad me interesan las cosas con ella.
—Bien,— respondió, sin perder esa sonrisa. —Solo un poco de trabajo acumulado, pero nada que no pueda manejar.—
Me detuve un momento, observando cómo organizaba los papeles. Había algo en ella, en su forma de ser, que me hacía querer saber más, compartir más, como si no fuera solo mi prometida por contrato, sino alguien con quien podía tener una relación amigable real, pero, al mismo tiempo, sabía que no podía permitir que aquella relación fuera más allá.
Esa “relación” seguía siendo un acuerdo, algo que ambos teníamos que mantener para seguir adelante. No podía dejar que mis sentimientos nublaran mi razón.