Kai parpadeó mientras la oscuridad se disolvía dentro de él como una niebla antigua. El frío del suelo metálico se mezclaba con el calor de los brazos que lo sostenían. Y entonces, esa voz.
—Kai… soy yo. Vuelve. Por favor.
Lia.
Su nombre flotó en su mente como un rayo de sol abriéndose paso entre los escombros. Al principio fue una sensación. Luego un recuerdo. Después, muchos. Su risa, su rabia, su ternura cuando lo miraba con esos ojos cargados de fuego. El beso que compartieron antes del sacrificio. La promesa silenciosa de encontrarse de nuevo.
—Lia… —murmuró con dificultad, su voz áspera pero viva—. ¿Es real?
—Estoy aquí. Te encontré. No voy a dejarte otra vez.
Ella lo abrazó, y en ese contacto Kai sintió más que piel: sintió verdad. El tipo de verdad que no puede ser implantada ni codificada. Sentimientos que no obedecen a protocolos ni memoria artificial. Sentimientos de verdad.
—Lo recordé todo… —susurró él, aferrándose con más fuerza—. A ti. A nosotros.
Lia lo miró a los ojos. No dijo nada. Solo sonrió.
León entró a la sala justo en ese momento. Vio a Lia arrodillada, sosteniendo a Kai con una mezcla de alivio y ternura absoluta. Y algo dentro de él se quebró un poco, aunque no lo dejó salir.
—Tenemos que irnos —dijo, serio—. Ester activó el sistema de purga. Esto se vendrá abajo en minutos.
Kai lo miró. Recordó su rostro. Su voz. Y entonces, ese segundo fugaz.
Lia y León cruzaron miradas. Breve. Íntima. Como dos personas que habían atravesado el mismo fuego y compartían un vínculo más allá de las palabras. Kai lo vio. Sintió el hilo invisible. No era amor. No como el suyo. Pero era algo. Y dolía.
No dijo nada.
Solo se puso de pie.
—Vamos —dijo, evitando los ojos de Lia.
El escape fue una carrera entre explosiones y alarmas. Pasillos derrumbándose, torres eléctricas colapsando, drones desconectados cayendo como insectos sin rumbo.
León iba adelante, abriendo camino. Lia y Kai seguían de cerca, casi sincronizados. Cada paso de Kai era más firme, más humano. Como si cada metro recuperado de libertad también liberara sus emociones, sus memorias, su esencia.
Al llegar al hangar exterior, el cielo rojo de Marte se desplegó ante ellos como una herida abierta.
—¡A la nave! —gritó León, subiendo por la rampa.
Kai tomó la mano de Lia. La sostuvo fuerte. La miró.
—Gracias por no rendirte —le dijo—. Por escucharme incluso cuando ya no podía hablar.
—Siempre te voy a escuchar —respondió ella, con la voz entrecortada.
Entraron juntos. La nave tembló al encender motores. La estación estallaba detrás de ellos. Una lluvia de metal y fuego iluminaba el cielo marciano.
Desde la cabina, León miraba por el retrovisor. Los vio tomados de la mano. Vio cómo Kai posaba la frente contra la de Lia, y cómo ella cerraba los ojos como si el mundo entero desapareciera a su alrededor.
Apretó el control de dirección. No dijo nada.
Porque el amor —ese verdadero, crudo y vivo— no siempre es justo. Pero es real.
Y aunque su corazón latía por alguien que ya no lo miraba igual, también sabía que protegerla era más importante que poseerla.
En el espacio, con la estación convertida en polvo y los motores vibrando a ritmo de esperanza, Lia se recostó en el pecho de Kai.
—¿Sabes? Cuando creí que te había perdido, el mundo dejó de tener sentido.
Kai acarició su cabello.
—Y ahora… el mundo eres tú.
Se besaron. Lento. Doloroso. Lleno de todo lo que habían perdido… y lo que aún podían construir.
Y entre ellos, aunque el silencio reinara, sus corazones hablaban.
Latidos reencontrados.
Latidos que aún tenían una historia por escribir.
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El viaje a través de la órbita baja marciana fue silencioso. No por la falta de palabras, sino porque lo que pesaba en el ambiente era demasiado denso para ser dicho.
Kai se sentaba solo, cerca del ventanal de la nave. Miraba las estrellas con los ojos fijos, pero su mente vagaba lejos. Aún más lejos que Marte, que NeoNet, que los recuerdos falsos. Vagaba por los túneles oscuros que Ester le había implantado… y por los recuerdos verdaderos que ella había intentado borrar.
—¿En qué piensas? —preguntó Lia, acercándose con cuidado.
—En todo lo que fui… y lo que me obligaron a ser —respondió sin mirarla—. No sé dónde termina mi voluntad… y dónde empieza lo que Ester programó.
Lia se sentó a su lado. No lo tocó. Solo lo escuchó.
—Tu amor por mí fue real, Kai. Nadie puede programar eso.
—¿Y si fue parte del plan? ¿Y si me usaron para vigilarte desde el inicio? ¿Y si Ester sabía que tú eras la clave para destruir NeoNet… y yo fui su carnada?
Lia negó, con firmeza.
—No. Lo que tú sentiste, lo que hiciste, lo que diste por mí… eso no lo dicta ningún código.
Kai cerró los ojos. Por dentro, el eco de los días encerrado en la estación resonaba con dolor: las voces, los experimentos, las emociones suprimidas, los recuerdos insertados. Cada noche bajo el control de Ester era una cicatriz. Pero no todas eran invisibles.
—A veces, cuando cierro los ojos, no sé si soy yo… o una idea de alguien más —susurró.
Lia le tomó la mano. Su piel estaba helada, como si parte de él aún no hubiera regresado del todo.
—Entonces deja que te recuerde quién eres —le dijo con dulzura—. Eres el chico que desafió al sistema. El que escuchó una voz fuera de la red. El que me amó sin saber si era libre. Y el que eligió salvarnos, aunque eso te costara perderte a ti mismo.
Kai giró lentamente la cabeza. Por primera vez en horas, la miró de verdad.
—¿Y si nunca vuelvo a ser el mismo?
—No quiero al mismo —respondió Lia—. Quiero al real.
Un largo silencio los envolvió. Luego, Kai apretó su mano con un poco más de fuerza.
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Editado: 13.07.2025