Latidos entre sombras

La azotea y el latido

La ciudad no duerme, solo cambia de ritmo.
Allá abajo, las luces de los autos se arrastran como luciérnagas cansadas, y el murmullo lejano se mezcla con un latido de tambor que retumba en mis manos.
—Más rápido, Áxel —grita Yako, mi pana de siempre—. Que la noche no espera.

Le doy duro a la batería improvisada: dos tarros viejos, un platillo oxidado y mis baquetas gastadas. El eco rebota entre las paredes húmedas de los edificios. Desde aquí, en la azotea, Los Cuervos mandamos el mensaje: seguimos vivos, seguimos libres.

Entre el humo de cigarro y el olor a pintura fresca del grafiti que acabo de terminar, escucho un crujido de metal detrás. No es de mi gente.
Me giro y ahí está… ella.

Una silueta recortada contra el cielo. Cabello negro, chaqueta de cuero, mirada de filo.
—No deberías estar aquí —le digo, sin dejar de mirarla.
—Tampoco tú —responde con una media sonrisa—. Pero parece que no eres de los que obedecen las reglas.

El aire cambia. Reconozco el logo en su chaqueta: una serpiente enroscada.
Las Serpientes.
La pandilla que juramos odiar hasta el último aliento.

—¿Vienes a espiar o a perderte? —pregunto, tensando la mandíbula.
—Ni lo uno ni lo otro —camina hacia mí, sin miedo—. Vengo a escuchar.

No sé si es por la luz de la luna o porque sus ojos parecen guardar más secretos que toda la ciudad, pero no me muevo.
—Pues escucha bien —digo golpeando los tarros con fuerza—, este ritmo no es para cualquiera.

Ella se inclina un poco, y susurra:
—Lo sé. Por eso estoy aquí.

El latido de mis manos se mezcla con el de mi pecho. Y, por primera vez en mucho tiempo, siento que la noche está a punto de cambiarlo todo.




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