La luna sigue clavada en el cielo como si nos vigilara.
Ella se queda mirándome, como midiendo si soy amenaza o salvación.
—Me llamo Lía —dice, rompiendo el silencio.
—Áxel —respondo, aunque ya sé que las Serpientes saben quién soy.
El viento trae olor a gasolina y fritanga de alguna esquina. Abajo, la ciudad late con sus propios tambores: bocinas, gritos, motos rugiendo.
Pero aquí arriba, el mundo se reduce a sus ojos y al metal frío del borde de la azotea.
—Tu ritmo… no es cualquier cosa —dice—. Tiene fuerza. Tiene calle.
—No toco para ti —le corto.
Ella sonríe, como si le gustara que la empujen.
—No tocas para mí… pero tu sonido va a llegar a todos. Y si sabes jugar bien, hasta puede cambiar cosas.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Que Los Cuervos no son los únicos que saben pelear con música.
La tensión sube. Me acerco un paso, lo suficiente para oler su perfume mezclado con humo de cigarro.
—Si viniste a reclutarme, perdiste el viaje.
Lía saca algo del bolsillo: una pequeña tarjeta negra, con una serpiente plateada dibujada a mano.
—Esto no es una invitación… es un aviso. Las calles van a arder, Áxel. Y cuando empiece, vas a tener que elegir de qué lado estás.
No digo nada. Solo agarro mis baquetas y golpeo los tarros, más fuerte, más rápido.
El eco se convierte en una advertencia, un rugido para toda la ciudad.
Ella se marcha sin mirar atrás, pero deja la tarjeta sobre el platillo oxidado.
La recojo, y noto que en el reverso hay una fecha.
Viernes. Medianoche.
No sé qué va a pasar ese día, pero algo me dice que mi vida no volverá a ser la misma.