El callejón huele a gasolina y a peligro. La lluvia fina convierte el pavimento en un espejo roto donde las luces parpadean como si tuvieran miedo.
Camino con Yako detrás de mí, las manos en los bolsillos, sintiendo el frío colarse hasta los huesos. Desde que apareció la chica de la chaqueta de cuero, Los Cuervos andamos con el oído más alerta que nunca.
—Bro, te lo digo, eso fue una trampa —murmura Yako—. Las Serpientes no se acercan a nosotros sin un motivo.
No le contesto. A cada paso escucho, en mi cabeza, el eco de su voz: “Por eso estoy aquí”.
Llegamos a la bodega abandonada que usamos como guarida. La puerta está entreabierta. Mal presagio.
—Yo no dejé esto así… —susurra Yako, y saca su navaja.
Empujamos la puerta y el silencio nos golpea. Todo parece en orden… hasta que lo veo.
En el centro, sobre nuestra mesa, hay un bombo viejo. No es nuestro. Está pintado de negro con un símbolo enorme: la serpiente enroscada.
Dentro, algo golpea desde adentro… pum… pum… pum. No es un eco. Es un latido.
Yako retrocede un paso.
—Áxel… eso no es normal.
Me acerco despacio. El golpe desde dentro se vuelve más rápido, como si supiera que estoy cerca. Levanto la tapa.
Un papel doblado… y encima, una sola baqueta rota, manchada de rojo.
Lo abro. Letras pintadas a mano:
"Esta noche, tu ritmo será el último."
La puerta de la bodega se cierra de golpe. Y no estamos solos.