El rugido de las motos se hace más fuerte, como si la calle entera temblara bajo nuestras botas.
Las luces se filtran por las rendijas de la bodega y pintan sombras alargadas en las paredes.
—Áxel… —Yako traga saliva—. Tenemos que salir de aquí.
—No —respondo, agarrando mis baquetas—. Si corremos, nos pisan. Si resistimos… tal vez vivamos para contarlo.
Lince sonríe, pero no es una sonrisa cualquiera. Es la de alguien que conoce cada golpe, cada pausa, cada debilidad de Los Cuervos.
—Siempre quise un bis… —dice, mientras da un paso al frente—. Vamos a tocar nuestra última canción.
Las puertas de la bodega revientan y entran las Serpientes. Cuero negro, cascos brillantes, cadenas en las manos. Al frente, la chica de la azotea.
Me mira. Esta vez no hay sonrisa. Solo fuego en los ojos.
—Bájense del escenario, Cuervos —grita—. O los bajamos nosotros.
Antes de que pueda contestar, Lince da el primer golpe. No con música, sino con sus baquetas de acero directo al casco de uno de ellos. El ruido es seco, brutal.
La pelea estalla.
Yo me muevo entre golpes, esquivo cadenas, y cada vez que una baqueta golpea algo —metal, madera o hueso—, siento que el ritmo se apodera de mí.
Es un concierto sin aplausos, solo gritos y crujidos.
En medio del caos, la chica se abre paso hacia mí. No con armas, sino con una mirada que me desconcentra lo suficiente para que una cadena me roce el cuello.
—¿Por qué no te uniste a nosotros? —susurra—. Podrías ser leyenda.
—Prefiero ser libre —respondo, empujándola hacia atrás.
En ese momento, un silbido agudo corta el aire.
Todos se detienen.
En la entrada, entre humo y polvo, aparece alguien que ninguno esperaba…
Su silueta es reconocible al instante.
—No puede ser… —murmura Yako—. Es el Cuervo Mayor.