06:40 a. m.
El amanecer por fin logra morder la ciudad. La luz es débil, casi gris, y parece no querer tocar la avenida que todavía huele a sangre y gasolina. Los cuerpos —algunos inconscientes, otros muertos— yacen en silencio, como notas que nunca se tocaron.
Lince se sienta en un bordillo, las baquetas partidas colgando de sus manos. No dice nada, pero su respiración pesada marca un ritmo lento, como si estuviera tocando un funeral invisible.
—¿Te duele? —pregunto.
—Solo cuando respiro —responde, y sonríe, aunque sé que tiene un corte profundo en el hombro.
La chica de las Serpientes está a unos metros, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Parece que no encaja ni aquí ni en su propio grupo. Sus botas están salpicadas de aceite y su camisa negra pegada al cuerpo por el sudor.
06:45 a. m.
El Cuervo Mayor ya no está. No sé cómo, pero en medio del caos se esfumó.
—Se fue —dice la chica, sin mirarme.
—Eso lo veo —respondo, algo seco.
—No entiendes. Se fue porque lo dejaste ir. Eso significa que vendrá… y que no vendrá solo.
Camino hacia ella, pero mantiene la distancia.
—Dijiste que mataste a mi hermano. ¿Por qué me ayudaste hoy? —pregunto.
Sus ojos me sostienen como cuchillas.
—Porque el que lo mandó matar fue el Cuervo Mayor… y yo no acepto órdenes de nadie.
Silencio. Ni siquiera el sonido de motores a lo lejos. Solo el crujir de vidrios bajo mis botas.
06:50 a. m.
La gente empieza a salir de las sombras: vecinos curiosos, algún viejo limpiando la puerta de su tienda como si nada hubiera pasado, un perro callejero que olfatea la sangre seca.
Pero yo sigo mirando a la chica.
—¿Cómo te llamas? —pregunto.
—No necesitas saberlo todavía.
—¿Por qué no?
—Porque en la segunda canción, vas a gritarlo… de odio o de miedo.
Me deja con esa frase y camina hacia una moto roja que parece a punto de caerse a pedazos. Arranca, y el rugido del motor rompe el silencio como una cuerda tensa que se revienta.
06:55 a. m.
Lince se pone de pie, cojeando un poco.
—¿Y ahora qué? —pregunta.
—Ahora juntamos a los que quedan… y afinamos los instrumentos.
—¿Para qué?
—Para que cuando empiece la segunda canción, nadie se atreva a tocar más fuerte que nosotros.
Se ríe, aunque es una risa cansada.
—Suena a que vamos a necesitar más que baquetas.
07:10 a. m.
Nos alejamos de la avenida. Detrás, el humo todavía sube como si quisiera escribir algo en el cielo, pero no encuentra las palabras.
En mi cabeza, el silencio no es completo. Hay un eco. Un eco que suena como promesa… o como amenaza.
Y sé que tarde o temprano, ese eco va a convertirse en música otra vez.