07:35 a. m.
La ciudad parece haber olvidado la batalla en cuestión de minutos. Los buses vuelven a rugir, los vendedores abren sus puestos y el olor a café caliente se mezcla con el humo que aún se arrastra por las calles.
Pero nosotros no olvidamos.
Lince y yo caminamos hacia la vieja bodega de la calle 8. Es nuestro punto seguro… al menos, por ahora. Dentro huele a madera húmeda y grasa de motor. Los graffitis en las paredes parecen más oscuros después de lo que pasó.
—¿Quiénes quedan? —pregunto mientras reviso un mapa manchado de aceite.
Lince se sienta en una silla rota y empieza a enumerar.
—De los nuestros… tres. Incluyéndome.
—Mierda.
—Pero hay opciones —añade—. Los Halcones andan sin líder desde que los reventaron los Cuervos. Y los Perros de Hierro… bueno, están locos, pero odian al Mayor tanto como nosotros.
07:50 a. m.
El problema con los Halcones es que no confían en nadie. El problema con los Perros de Hierro es que confían demasiado… en sus puños y machetes.
Aun así, no tenemos elección.
Salimos en una moto prestada. Lince va atrás, su hombro herido envuelto en una venda improvisada. La ciudad se mueve alrededor como un animal grande, respirando y observando.
08:15 a. m.
Llegamos al nido de los Halcones: una azotea alta, con banderas negras colgando y un par de francos vigilando desde los bordes.
Uno de ellos nos apunta antes de que podamos abrir la boca.
—¿Qué quieren? —grita.
—Unir fuerzas —respondo.
—¿Y por qué no matarte aquí mismo?
—Porque el Cuervo Mayor quiere lo mismo que tú muerto… y yo prefiero elegir quién me mata.
El Halcón nos deja pasar. Dentro, el aire huele a pólvora vieja y cigarrillo barato. El nuevo líder improvisado, un tipo flaco con tatuajes en el cuello, escucha en silencio mientras le explico el plan. No me da un sí… pero tampoco un no.
09:00 a. m.
El siguiente destino es más peligroso: la guarida de los Perros de Hierro. Un taller abandonado donde los motores rugen como si fueran bestias enjauladas.
Uno de ellos, enorme, con un martillo en la mano, nos bloquea el paso.
—¿Vienes a que te repare el alma o a que te la rompa? —dice, sonriendo.
—Vengo a que toquemos juntos la canción que va a enterrar al Cuervo Mayor.
Silencio. Luego, una carcajada.
—Me gusta tu forma de hablar. Si hay sangre y ruido, estamos dentro.
09:45 a. m.
De regreso a la bodega, las piezas empiezan a encajar. Los Halcones pueden darnos ojos en las alturas. Los Perros, fuerza bruta.
Pero hay un vacío que no podemos llenar: la chica de las Serpientes.
10:05 a. m.
Lince me ve perdido en mis pensamientos y dice:
—Vas a ir por ella, ¿cierto?
—No hay canción sin la nota más peligrosa.
—O sin la más desafinada.
—Lo mismo da.
La moto ruge otra vez. Y mientras avanzo hacia el territorio de las Serpientes, sé que esta alianza que estoy formando no es una orquesta… es una bomba con metrónomo.
Y cuando empiece la segunda canción, nadie va a sobrevivir al último compás.