La lluvia caía fina, como un velo gris sobre los callejones de la ciudad. Entre las luces parpadeantes de los postes viejos, figuras encapuchadas se movían rápido, deslizándose de sombra en sombra. La Alianza de Sombras se había puesto en marcha.
Kai lideraba al grupo principal, con Polar —el perro que nunca se separaba de su lado— olfateando cada rincón como si pudiera detectar la traición en el aire. A su izquierda, estaba Lara, que había llegado con dos combatientes nuevos: Ardan, un francotirador con una puntería casi sobrehumana, y Mireya, experta en infiltración, capaz de pasar desapercibida hasta en un pasillo lleno de enemigos.
—No olviden —dijo Kai, su voz firme pero baja—: el Cuervo Mayor no se mueve sin razón. Si está reforzando el Distrito Rojo, es porque planea algo grande.
Detrás, uno de los veteranos del Consejo de Sombras chasqueó la lengua.
—O porque nos quiere ahí, cayendo en su trampa.
Un silencio incómodo se extendió. Todos sabían que podía ser cierto.
Llegaron al punto de encuentro: un almacén abandonado, iluminado solo por una lámpara colgante que giraba lentamente. Allí ya esperaban otros grupos aliados: mercenarios, hackers, e incluso un par de exmiembros del propio clan del Cuervo que habían desertado.
—Antes de empezar… —interrumpió Mireya—. Encontré esto en el camino. —Sacó un pequeño transmisor negro, apenas del tamaño de un botón—. Lo encontré en la mochila de uno de nosotros.
Las miradas se cruzaron, y la tensión se volvió un cuchillo.
Kai apretó los dientes.
—Significa que nos están escuchando… y que hay un infiltrado.
El murmullo de voces se convirtió en un caos de acusaciones y defensas. Afuera, un trueno retumbó, como si la tormenta misma celebrara la discordia.
Pero antes de que pudieran resolverlo, las puertas del almacén se abrieron de golpe. Una figura alta, cubierta por un impermeable oscuro, entró caminando despacio. Su voz grave cortó el aire:
—Si siguen peleando así, ninguno verá el amanecer. Yo sé dónde encontrar al Cuervo Mayor… pero no les va a gustar el precio.