Latidos lejanos

Capítulo 1- El regreso que no esperaba

La tarde caía lentamente sobre la ciudad, tiñendo de oro las veredas agrietadas y las persianas entreabiertas. Las sombras se alargaban en un juego paciente, como si el día no quisiera irse del todo. El aire olía a pasto húmedo recién cortado, a pan tostado de alguna cocina vecina y a algo más… un aroma sin nombre, pero con peso, como si estuviera cargado de presentimientos.

Manuela ajustó la mochila en su hombro, notando cómo la tela áspera rozaba su brazo desnudo. El corazón le latía un poco más rápido de lo que se animaba a admitir. Su celular vibraba una y otra vez en el bolsillo: el grupo de WhatsApp con sus amigas explotaba de memes y audios, pero ella apenas lo miraba. Todo lo que importaba esa tarde estaba en otro lugar: en la casa de Sofía. Su mejor amiga desde los seis años. Su refugio. Su segunda casa.

El portón de hierro oxidado la recibió con el chirrido de siempre, ese sonido metálico que formaba parte de su infancia. Lo empujó con la naturalidad de quien entra en un lugar propio y gritó:

—¡Sofi, llegué!

La voz de Sofía bajó desde arriba, clara y musical:

—¡En el cuarto!

Manuela subió las escaleras con la agilidad de quien conoce de memoria cada peldaño flojo. Tenía veintidós años, cursaba Psicología, y caminaba por la vida con ese carácter entre dulce y explosivo que solo quienes la conocían de verdad sabían interpretar. Bajita, con el pelo negro lacio siempre suelto y unos ojos oscuros, enormes, que parecían absorber incluso lo que ella no quería sentir.

Ese día, sin embargo, había algo distinto en el aire. Como si una corriente eléctrica recorriera las paredes, invisible pero palpable, alterándolo todo sin motivo aparente.

Doblando el pasillo, se detuvo en seco.

Frente a ella, de pie junto a la puerta entreabierta del cuarto de Sofía, estaba Miguel.

El tiempo se contrajo. Lo reconoció al instante, aunque algo en él parecía distinto. Cinco años mayor que ella, más alto de lo que recordaba, o quizás era que en su memoria ella había sido más chica. Llevaba una remera blanca sencilla y jeans gastados, nada extraordinario, pero lo que la paralizó fue su mirada. Esos ojos grises, un poco tristes, un poco indescifrables. El pelo castaño revuelto, el lunar cerca del labio. La postura de alguien que no sabe si quedarse o salir corriendo.

—Hola, Manu —dijo él, con una sonrisa temblorosa entre la sorpresa y los nervios.

Ella tragó saliva. Sintió cómo su adolescencia entera se le venía encima de golpe, como una ola fría en pleno pecho.

—Miguel —respondió apenas, el nombre convertido en un susurro áspero.

Un silencio espeso se instaló entre los dos. Se escuchaban los pasos de Sofía en el cuarto, un perro ladrando en la vereda, el ventilador del living zumbando con su sonido cansado. Todo parecía demasiado ruidoso, demasiado presente, como si el universo quisiera llenar a la fuerza el hueco de lo que ninguno se atrevía a decir.

—¿Volviste? —preguntó ella, aunque la respuesta era obvia.

Él asintió, bajando la mirada un instante antes de contestar:

—Sí… por un tiempo. El proyecto en Madrid terminó y necesitaba un descanso. Ver a la familia, a los amigos. A los de siempre. ¿No te contó Sofi?

Manuela negó despacio. El gesto le tensó la mandíbula. Una punzada le atravesó el pecho: ¿Y yo qué era? ¿Parte de “los de siempre”? ¿O de los que se olvidan?

El silencio volvió a colarse, más denso. Miguel se frotó la nuca, un gesto que ella recordaba bien: lo hacía cuando estaba incómodo, cuando buscaba palabras y no las encontraba. Esa pequeña acción la golpeó con la fuerza de lo cotidiano que de pronto se vuelve sagrado por la memoria.

Sus miradas se cruzaron y fue como abrir una puerta sellada. El pasado irrumpió sin permiso.

De pronto tenía quince años otra vez.

El patio. La noche tibia. Sofía dormida en el sillón, la frazada a medio caer. Ellos dos compartiendo un mate lavado bajo un cielo encapotado. Él hablándole de Madrid, de los miedos que no se animaba a confesarle a nadie, de lo que extrañaba lo simple. Ella escuchando con devoción, fascinada por sus manos grandes, por esa tristeza suave que parecía arrastrar siempre.

Las luces de la ciudad titilaban como si temieran apagarse. Una brisa leve le desordenaba el flequillo. El silencio después de una risa compartida.

Y entonces, la mirada de él. Larga. Honda.

El leve movimiento de acercarse. El roce de labios apenas, tímido, como pidiendo permiso. El temblor en sus rodillas, la respiración entrecortada. Cerró los ojos y respondió. Fue un beso corto, torpe, eléctrico. Y también lleno de algo más. Una promesa muda. Una certeza aún sin forma.

Esa noche no pudo dormir. Lo escribió en su diario con letras temblorosas: “Me besó. Me besó y el mundo cambió un poco.”

Y al día siguiente, él se fue.

Sin despedirse.

El recuerdo se le incrustó en la piel como una espina que nunca terminó de salir.

Miguel la observaba ahora, con esa misma expresión de entonces: una mezcla de nostalgia y de algo que rozaba el arrepentimiento. Como si también él recordara. Como si también le doliera.

El zumbido del ventilador llenó el silencio. Una madera del piso crujió, recordándoles que el tiempo no se había detenido, aunque se sintiera así.

—Nos vemos después —murmuró él al fin, sin apartar los ojos de los suyos.

Ella respiró hondo, como si el aire le costara atravesar los pulmones.

—Si es que seguís por acá —dijo en voz baja, con una ironía apenas disfrazada de indiferencia. La frase le salió como un suspiro que no entendió del todo.

En ese instante apareció Sofía, cortando la tensión como unas tijeras sobre un lazo apretado.

—¡Manuuuu! —corrió a abrazarla con fuerza—. Te hice mates. Están medio tibios, no me mates.

Manuela soltó una risa nerviosa, agradecida por el respiro.

—Con tal de que no estén lavados, todo bien.

Sofía la tomó del brazo y la arrastró al cuarto entre risas y charlas atropelladas. Miguel se quedó quieto, con las manos hundidas en los bolsillos, viéndolas alejarse. Su mirada se aferró a la manera en que Manuela caminaba, al gesto de fruncir los labios cuando estaba incómoda. Era como si nada hubiera cambiado. Como si el tiempo hubiera dado un rodeo inmenso solo para devolverlos al mismo punto.




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