La tarde caía lentamente, tiñendo de oro las veredas agrietadas y las persianas entreabiertas. El aire olía a pasto húmedo, pan tostado y algo más… algo que no tenía nombre, pero sí peso.
Manuela ajustó la mochila en su hombro y apuró el paso, con el corazón latiendo más rápido de lo que se animaba a admitir. El grupo de WhatsApp con sus amigas estaba estallando de mensajes, pero ella solo tenía en mente una cosa: la casa de Sofía. Su mejor amiga desde los seis años. Su refugio. Su segunda casa.
Empujó el portón de hierro oxidado —ya tan familiar como su propio edificio— y saludó con un grito:
—¡Sofi, llegué!
—¡En el cuarto! —respondió la voz desde arriba.
Subió las escaleras con agilidad. Tenía veintidós años, cursaba Psicología, y caminaba por la vida con ese carácter entre dulce y explosivo que solo quienes la conocían de verdad sabían leer. Era bajita, con el pelo negro lacio que siempre llevaba suelto, y unos ojos enormes y oscuros que lo absorbían todo, incluso lo que no quería sentir.
Esa tarde, sin embargo, algo en el aire era distinto. Como si una corriente eléctrica viajara por las paredes, alterando todo sin motivo claro.
Doblando el pasillo, se detuvo en seco.
Frente a ella, como surgido de un recuerdo mal cerrado, estaba Miguel.
Cinco años mayor. Más alto de lo que recordaba —o quizás ella más chica en su memoria—. Llevaba una remera blanca sencilla y jeans gastados, pero lo que realmente la paralizó fue su mirada. Esos ojos grises, un poco tristes, un poco indescifrables. Su pelo castaño algo revuelto, el lunar cerca del labio, la postura de quien se siente entre incómodo y nostálgico.
—Hola, Manu —dijo él, con una sonrisa que temblaba entre la sorpresa y los nervios.
Ella tragó saliva. Sentía cómo su adolescencia entera le caía encima, como una ola fría en pleno pecho.
—Miguel —respondió, apenas.
Un silencio incómodo se coló entre los dos, denso, lleno de cosas no dichas. Podían oírse los pasos de Sofía en el cuarto, un perro ladrando a lo lejos, el ventilador del living girando con su zumbido viejo y constante.
—¿Volviste? —preguntó ella, aunque la respuesta era evidente.
—Sí… por un tiempo. El proyecto en Madrid terminó y… necesitaba un descanso. Ver a la familia, a los amigos. A los de siempre. ¿No te contó Sofi?
Manuela negó con la cabeza, apretando los labios. Pensó, sin poder evitarlo: ¿Y yo qué era? ¿Los de siempre? ¿O los que se olvidan?
Él había sido todo y nada a la vez. Lo había esperado. Lo había odiado un poco también.
Sus miradas se cruzaron. Y fue como volver a tener quince.
Como aquella noche que no pudo olvidar.
Habían estado los tres charlando, Sofía se había quedado dormida en el sillón. Entonces ellos salieron al patio. Compartieron un mate lavado, palabras bajas, miradas que se escapaban. Él le habló de Madrid, de sus miedos, de lo mucho que a veces extrañaba lo simple.
Y ella… ella solo lo escuchaba, fascinada. Con su voz, con sus manos grandes, con esa tristeza suave que parecía arrastrar siempre.
El cielo estaba encapotado, las luces de la ciudad titilaban como si temieran apagarse. Una brisa tibia le despeinaba el flequillo.
Y en ese silencio que se hizo después de una risa compartida, él la miró. Largo. Hondo.
Se acercó apenas. Ella lo sintió. No se movió.
Fue él quien la rozó primero con los labios, como si pidiera permiso. Ella tembló, pero no dudó. Cerró los ojos. Respondió.
Un beso corto. Torpe. Eléctrico.
Pero también lleno de algo más.
Una promesa muda. Una certeza aún sin forma.
Esa noche ella no pudo dormir. Lo escribió en su diario. Lo repitió mil veces en su cabeza.
“Me besó. Me besó y el mundo cambió un poco.”
Y al día siguiente, él se fue.
Sin despedirse.
Miguel la miraba ahora con algo indefinido en la expresión. Como si una parte de él todavía estuviera allá, en esa terraza, bajo ese cielo a punto de llorar.
También él lo recordaba.
Y también se odiaba por haberse ido así.
Tendría que haber dicho algo. Tendría que haberme quedado. Tendría que…
—Nos vemos después —murmuró él, sin dejar de mirarla.
—Si es que seguís por acá —respondió ella, bajito, como un suspiro apenas. La voz le salió con esa mezcla de ironía y nostalgia que ni ella entendió del todo.
En ese instante apareció Sofía, cortando la tensión como una tijera sobre un lazo muy apretado.
—¡Manuuuu! —la abrazó fuerte—. Te hice mates. Están medio tibios, no me mates.
—Con tal de que no estén lavados, todo bien —dijo ella, soltando una risa nerviosa mientras Sofía la tomaba del brazo y la arrastraba al cuarto.
Miguel se quedó quieto, con las manos en los bolsillos, viéndolas alejarse. La mirada clavada en la forma en que Manuela caminaba. En ese gesto que hacía al fruncir los labios cuando estaba incómoda. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si nada hubiera cambiado.
Y Manuela, al cerrar la puerta del cuarto, sintió que su corazón acababa de recibir una visita inesperada.
Porque hay personas que uno cree haber dejado atrás.
Hasta que vuelven.
Y todo arde otra vez.