Latidos lejanos

Capítulo 2: La noche del sábado

La noche del fin de semana siguiente, la casa de Sofía volvió a llenarse de voces y aromas. No era una reunión solemne ni mucho menos: pizzas caseras que salían del horno con bordes dorados y queso derretido, cerveza fría en botellas transpiradas sobre la mesa, y una playlist de canciones suaves que viajaba de un parlante al otro como un suspiro flotando entre risas y comentarios al azar.

La casa entera parecía vibrar con esa mezcla de calor humano y música nostálgica. Algunos hablaban en el living, otros se agolpaban en la cocina para probar la masa todavía caliente, mientras en el patio trasero un grupo discutía sobre series y fútbol con gestos enfáticos. Sofía, anfitriona incansable, iba de un lado a otro asegurándose de que nadie se quedara sin bebida. Tenía esa manera de ocuparse de todos sin perder la sonrisa, aunque por dentro estuviera observando mucho más de lo que decía.

Miguel, sentado cerca de la mesa principal, giraba distraído una copa de vino entre los dedos. Apenas participaba de la conversación de quienes lo rodeaban; asentía a destiempo, respondía con monosílabos, como si su atención estuviera clavada en un punto que todavía no aparecía en la escena. El reloj marcaba casi las diez y Sofía, que lo conocía demasiado bien, se inclinó hacia él.

—Ya va a venir —le dijo, con un tono entre secreto y broma.

Miguel no contestó. Apenas levantó la mirada, como si temiera revelar en los ojos lo que la boca callaba.

Fue entonces cuando la puerta se abrió.

Manuela llegó tarde, como siempre. Una campera de jean sobre un vestido negro simple, el pelo lacio cayéndole en cascada por la espalda y los labios pintados de un rojo opaco. No era un atuendo llamativo, pero suficiente para que Miguel se quedara sin palabras.

Entró riéndose de algo que le comentaba una amiga que venía detrás, los ojos oscuros entrecerrados de risa, la postura relajada. Tenía esa manera de caminar sin apuro, como si el tiempo le perteneciera. La luz cálida del comedor la envolvía y, por un instante, el bullicio se deshizo para Miguel: ni risas, ni platos, ni música. Solo ella. La miró como quien redescubre una carta que creía perdida.

—Ahí viene —susurró Sofía, con una sonrisa cómplice.

Miguel no alcanzó a procesar ese gesto porque sintió una mano firme aferrarse a la suya.

—Amor —dijo una voz dulce pero firme a su lado—. ¿Me presentás?

Camila. Alta, esbelta, con esos ojos celestes que parecían evaluar todo lo que miraban. Llevaba un vestido claro y un gesto contenido, como si nada pudiera descolocarla. Era la clase de presencia que no pasa inadvertida. Miguel parpadeó, como si lo hubieran sacudido de un sueño incómodo.

—Sí, claro. Perdón. Manu, ella es Camila… una amiga, de Madrid.

La palabra “amiga” flotó en el aire como un cristal frágil a punto de resquebrajarse. Camila reforzó la línea con una sonrisa perfecta, distante, mientras extendía la mano.

—Un gusto conocerte, Manuela. Miguel me habló de vos.

—¿Sí? Qué raro —respondió ella, con una media sonrisa que sostuvo la mirada sin titubeos.

Sofía se acomodó en la silla, disimulando mal la mueca de incomodidad. Miguel se rascó la nuca, como si buscara refugio en un gesto automático. La tensión era sutil pero palpable, una nota disonante en medio de una canción conocida.

Durante la cena, Camila se sentó junto a Miguel. Le servía el vaso antes de que él lo pidiera, le acomodaba el cuello de la camisa, lo rozaba al pasar. Gesto tras gesto, medido, elegante. No era afecto: era territorio.

Manuela se ubicó en el extremo opuesto de la mesa. Desde allí observaba sin intervenir. No era celos lo que sentía todavía. Era algo más denso: la nostalgia de lo que nunca llegó a ocurrir, el dolor de una historia a medio escribir. Sus ojos se detenían en los gestos de Miguel, en la forma en que él intentaba no mirarla demasiado. Y cada evasión era, en sí misma, una mirada.

—¿Así que Psicología? —preguntó Camila en un momento, con cortesía calculada—. Debe ser agotador escuchar problemas ajenos todo el día.

—No tanto como convivir con los propios —respondió Manuela, en un tono suave pero afilado. La sonrisa quedó en los labios, no en los ojos.

Sofía soltó una risa seca que ahogó enseguida en su copa. Miguel bajó la mirada, luchando por no sonreír. Camila, imperturbable, bebió un sorbo de vino y desvió la atención hacia otro tema. Pero el hilo invisible que unía a los tres quedó vibrando en el aire.

Con el paso de la noche, las conversaciones se dispersaron en pequeños grupos. Sofía iba y venía con más pizzas, alguien abría otra ronda de cervezas, y la música se repetía en loops de nostalgia. Miguel, cada vez más callado, no podía evitar observar a Manuela: cómo se reía con alguien a su lado, la manera en que se acomodaba el pelo detrás de la oreja, el gesto de morder el borde del vaso cuando pensaba. Y, sobre todo, cómo se iluminaba hablando con Lautaro, un amigo de Sofía recién llegado.

—¿Ese quién es? —preguntó Miguel en voz baja.

—Lautaro. Compañero de la facu. ¿Por? —respondió Sofía, mirándolo de reojo.

—Nada. Solo preguntaba —murmuró él, desviando la mirada.

Lautaro se acercó a Manuela con una cerveza en la mano y una sonrisa fácil. Ella se rió fuerte de algo que él dijo. Una risa libre. Miguel apretó los puños sin darse cuenta. Respiró hondo. Hasta que no pudo más.

—¿Querés acompañarme un momento afuera? —le dijo a Manuela desde el otro extremo de la mesa.

Ella lo miró. La sonrisa se le apagó como una lámpara que se queda sin luz.

—Sí, claro —respondió después de un silencio largo. Se levantó sin apuro.

El patio trasero estaba fresco, casi frío. El farol sobre la galería titilaba, arrojando sombras que se alargaban en las paredes. El murmullo de la reunión quedó atrás, y de golpe el silencio se volvió pesado, envolvente.

—¿Estás bien? —preguntó ella, cruzándose de brazos.

—No lo sé. ¿Vos? —contestó él, clavando la mirada en la suya.




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