Manuela había evitado la casa de Sofía toda la semana.
Excusas no le faltaban: parciales, reuniones, incluso un resfrío inventado que usó como escudo. No podía con la idea de cruzarse con Miguel. Ni con su mirada.
Ni con esa frase que aún le zumbaba en la cabeza como una herida abierta:
"No me gusta verlo tan cerca tuyo."
La repetía sin querer, como una canción maldita.
Y dolía. Más de lo que estaba dispuesta a admitir.
El viernes, al salir de una jornada agotadora, caminaba con la mochila colgando de un hombro, cuando empezó a llover. De golpe. Sin aviso.
Una lluvia intensa, como si el cielo explotara de repente y no tuviera piedad.
Corrió sin pensar.
Por inercia, por impulso, por necesidad, dobló por la calle de la casa de Sofía.
La luz de la cocina estaba encendida.
Se quedó frente a la reja, dudando. Podía seguir de largo. Lo juraba. Pero el frío, el temblor, la lluvia escurriéndole por la espalda… la empujaron a tocar el timbre.
Unos segundos después, fue él quien abrió.
Remera gris, pelo mojado, un café en la mano. Y esa expresión de sorpresa desarmada.
—¿Manu?
—Perdón… —balbuceó—. Pasaba cerca… me agarró la lluvia.
Él bajó la mirada hacia su ropa empapada. El vestido se le pegaba al cuerpo, tiritaba. Aunque no estaba segura si era por el frío, o por él.
—Entrá —dijo, abriendo más la puerta—. Te vas a enfermar.
Manuela cruzó el umbral con la respiración agitada. La casa estaba tibia, silenciosa, con ese olor a madera, a café… y algo que era solo de él.
Miguel desapareció un instante y volvió con una toalla.
—Sofi no está —dijo, mientras ella se secaba el pelo.
—Lo sé.
Silencio.
No incómodo. Pero denso.
Lleno de todo lo que no se decía.
—¿Querés cambiarte? Tengo algo seco… —ofreció, pero la voz le murió en la garganta al volver a mirarla.
La luz cálida del comedor le pintaba sombras suaves en el rostro.
Ya no era la chica de sobremesas familiares. Era otra. Más entera. Más mujer. Más peligrosa.
Y estaba ahí.
Temblando.
Mirándolo.
—¿Estás bien? —preguntó él, con un hilo de voz.
—No lo sé.
Miguel dio un paso. Luego otro.
El aire se espesó. El mundo se achicó hasta caber entre ellos.
—No tenía que pasar por acá… —susurró ella.
—Y sin embargo estás acá —dijo él, rozándole la mejilla con los labios.
Manuela levantó la vista.
Y todo explotó.
Se besaron.
No como quien tantea, sino como quien se lanza al vacío. Su boca la atrapó con un hambre vieja, una necesidad que llevaba años mordiéndolos por dentro.
La apretó contra la pared y ella sintió su erección, dura, caliente, palpitando contra su vientre. Un calor inmediato le subió desde el pecho hasta el centro.
Sus manos recorrieron su espalda, bajando con decisión hasta tomarla de las nalgas y alzarla apenas, pegándola más.
Ella le hundió los dedos en el pelo y lo besó con una mezcla de deseo y furia. El roce de sus lenguas era húmedo, desesperado. Cada respiración se volvía un jadeo.
Él la guió hacia la habitación. El velador encendido tiñó la escena con luz ámbar, como si estuvieran en otro mundo.
Le quitó el abrigo con un tirón y bajó el cierre de su vestido con lentitud cruel, dejando que sus dedos rozaran cada centímetro de piel. La tela se deslizó, revelando su sujetador negro y la curva de sus pechos tensos.
—Estás… increíble —murmuró, con la voz grave, clavando la mirada en ella como si quisiera arrancarle el alma.
Se inclinó y le besó el cuello, lento, dejando rastros húmedos hasta llegar al escote. Mordió suavemente un pezón a través de la tela, arrancándole un gemido, antes de desabrochar el sujetador y dejarlo caer.
Su boca atrapó el pezón, su lengua giró y succionó con una presión calculada, mientras su otra mano descendía por su vientre hasta su sexo, apretando sobre la tela húmeda de la ropa interior.
Ella arqueó la espalda y lo sintió deslizarse hacia abajo. Se arrodilló, bajó lentamente su ropa interior y besó la línea de su pubis antes de hundir la lengua entre sus pliegues.
El primer contacto fue un golpe eléctrico. La lamió despacio, explorando su sabor, y luego se concentró en su clítoris, alternando caricias suaves con succiones firmes. Sus dedos se deslizaron dentro de ella, encontrando ese punto que la hizo temblar.
—Miguel… por favor… —jadeó.
Él aumentó el ritmo, sintiendo cómo se contraía a su alrededor. Antes de llevarla al límite, se incorporó y se desvistió por completo. Su erección, gruesa y dura, brillaba bajo la luz tenue.
Ella lo tomó con la mano, acariciándolo, sintiendo su calor y el pulso que latía bajo la piel. Miguel gruñó y la empujó suavemente hacia la cama, colocándose entre sus piernas.
La penetró de una sola embestida profunda. El aire se escapó de los labios de Manuela en un grito ahogado. Él se quedó dentro, quieto un segundo, sintiéndola apretarlo, envolviéndolo como si lo reclamara.
Luego comenzó a moverse. Lento. Profundo.
Cada embestida arrancaba un gemido, cada salida era un tirón de vacío. El sonido de la piel golpeando piel se mezclaba con sus jadeos.
Ella lo arañó, le mordió el hombro, le pidió más. Y él obedeció, tomándola de las caderas y empujando con fuerza, entrando hasta el fondo una y otra vez.
La atrapó contra el colchón, sujetándole las muñecas sobre la cabeza, sin apartar la mirada.
—Decime que me querés así… —susurró, follándola más rápido.
—Te quiero así… —jadeó ella, con la voz rota.
El calor subió, una presión deliciosa creciendo entre sus caderas.
—Me corro… —susurró, casi temblando.
—Hacelo para mí… —dijo él, clavando su mirada en la de ella.
Y se vino.
Un orgasmo fuerte, desgarrador, que la arqueó y la dejó sin aire. Sus músculos lo apretaron con fuerza y eso lo arrastró a su propio clímax. Se corrió dentro de ella, con un gruñido grave, sintiendo que se vaciaba por completo.