Latidos lejanos

Capítulo 4: Silencios que duelen

Pasaron varios días.

Días eternos. Silencio absoluto. Ni un mensaje, ni una palabra, ni una señal. Un abismo que se abría un poco más con cada hora. El tiempo no avanzaba: se arrastraba. Y en ese arrastre se llevaba pedazos de ella.

Manuela revisaba el celular como un acto reflejo, casi ritual. Cada notificación le aceleraba el corazón… solo para caer en picada segundos después. Nada. Nunca era él. Ni un “hola”, ni un “¿cómo estás?”. Ni siquiera un maldito emoji. A veces pensaba que era un castigo, una especie de penitencia por haber sentido tanto en tan poco tiempo.

Miguel se había desvanecido.

Después de esa noche —esa confesión inesperada, ese beso que le había dado vuelta el alma—, él había desaparecido como si nada hubiera pasado. Como si lo que ardió entre ellos no hubiera dejado cenizas. Como si el fuego no hubiese existido más que en su imaginación.

Sofía tampoco decía una sola palabra. No lo nombraba. No preguntaba. Era como si todos supieran algo que ella no, como si se hubiera sellado un pacto de silencio… y ella se hubiera quedado afuera. Como una espectadora de su propia historia. Como una intrusa en una obra donde antes había sido protagonista.

Pero su cuerpo lo recordaba. Lo sentía como una música sorda bajo la piel. Como una melodía que nadie más escuchaba pero que a ella le partía el alma con cada nota. Cada vez que cerraba los ojos, Manuela veía esa mirada cargada de contradicciones, ese gesto quebrado cuando él murmuró: “Esto va a romper todo”.

Y lo estaba rompiendo.

A ella.

Pensaba en todo lo que no se habían dicho. En todo lo que tal vez nunca se dirían. En lo injusto que era haberlo sentido tan cerca solo para perderlo al instante. En ese segundo eterno donde sus labios se buscaron y el mundo, por una vez, pareció quedarse en silencio para dar paso a algo sagrado.

Intentó distraerse con cosas triviales: reorganizar su cuarto, hacer listas absurdas, mirar series que no lograba seguir. Se obligaba a sonreír delante de su familia, a fingir normalidad. Pero cada gesto era un esfuerzo titánico. Cada minuto sin noticias de él era una punzada nueva. Una ausencia que se hacía carne.

No podía hablarlo con nadie. Ni siquiera con ella misma. Porque ponerlo en palabras lo haría más real. Y admitir que había sido abandonada —otra vez— por alguien que amaba... era demasiado.

Una tarde, cansada de esperar, decidió inventarse una excusa para verlo. No podía más con la incertidumbre. Necesitaba una verdad, aunque doliera. Necesitaba saber si había imaginado todo. Si él la había sentido. Si, en algún rincón de su alma, todavía la llevaba con él.

Fue a lo de Sofía, con los latidos desbocados y la voz disfrazada de calma.

—¿Está Miguel? —preguntó, fingiendo indiferencia mientras se acomodaba la mochila.

Sofía ni la miró. Sentada en el piso, se pintaba las uñas de rojo oscuro.

—Mi hermano se fue unos días al campo con Camila.

El mundo se detuvo.

—¿Con Camila? —repitió Manuela, como si las palabras no tuvieran sentido.

—Sí. Tenían pendiente ese viaje hace rato. Igual tranqui, vuelve esta semana.

Con Camila. Después de todo. Después de mirarla como si fuera la única. Después de tocarla como si fuera sagrada. Después de haberle prometido con los ojos lo que nunca se atrevió a decir con la boca.

—¿Estás bien? —preguntó Sofía, notando el temblor en su voz.

—Sí... sí. Solo estoy un poco cansada —susurró, ahogando las lágrimas que se le agolpaban en la garganta.

Salió de la casa sin rumbo. Caminó sin dirección, empujada por una necesidad urgente de no quebrarse frente a nadie. La bronca, la tristeza, el desconcierto... todo se mezclaba en un torbellino que no sabía cómo contener. Sentía el pecho como una jaula sin aire.

Caminó por calles que conocía de memoria: la plaza donde jugaban de niños, el café donde él la había llevado cuando cumplió quince, esa esquina donde una vez casi se besaron y no se animaron.

Y ahora que se habían animado, él no estaba.

Esa noche lloró con una soledad brutal. Hundida en la almohada, con el cuerpo hecho un ovillo, como si pudiera replegarse lo suficiente para desaparecer. Se sintió niña otra vez, abandonada en una casa gigante de la que todos se habían ido. Y ella no encontraba la puerta de salida.

Se juró no buscarlo. Se repitió que tenía que enfocarse en lo suyo, que era fuerte, que era inteligente. Que no podía permitir que un hombre —ninguno— la rompiera así. Pero cada vez que intentaba avanzar... ahí estaba él. En su memoria. En su piel. En ese lugar imposible donde se esconden los amores que no se eligen.

Y el suyo, era uno de esos.

---

MIGUEL

Desde que subió al auto rumbo al campo, Miguel no dejaba de pensar en ella.

Camila hablaba, contaba anécdotas, reía. Y él, con las manos en el volante y la vista fija en el horizonte, apenas escuchaba. Su cabeza no estaba ahí. Su cuerpo sí. Su conciencia, también. Pero su alma... seguía en aquella habitación. En esa noche. En el temblor de Manuela entre sus brazos.

Y ahora, huía.

O eso intentaba.

Se odiaba por eso. Por no saber cómo hacer las cosas bien. Por caminar sobre una cuerda floja, sabiendo que el primer paso en falso arrastraría a todos consigo. Sabía que estaba lastimando. Que estaba dejando heridas abiertas por donde pasaba.

Porque sí, Camila había sido parte de su historia. Había amor, había cariño. Pero su corazón... ese ya no le respondía. Se había rendido, completamente, a otra voz. Una que le hablaba desde hacía años, aunque no siempre la había sabido escuchar.

Frente al fuego, esa noche, Camila rompió el silencio. Su voz era tranquila, pero había algo roto en ella.

—Estás muy callado, Miguel.

Él no despegó la vista de las brasas.

—Estoy cansado —dijo, sabiendo que no era verdad.

Ella lo miró fijo. Con ojos lúcidos.

—¿Desde cuándo necesitás escaparte conmigo para pensar?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.