Una semana después, Miguel volvió.
No avisó. No escribió. No anunció su regreso con ningún gesto. Simplemente apareció una tarde, cruzando la puerta de la casa de siempre. La de su infancia. La que todavía compartía con Sofía. Como si el tiempo no hubiese pasado, aunque todo dentro de él estuviera cambiado para siempre.
Entró despacio, con pasos medidos, como si cruzar el umbral le costara el doble. Cada movimiento parecía pensado, cada respiración contenida. Sus ojos buscaban la familiaridad de la casa, pero no encontraban consuelo; solo recuerdos que ardían bajo su piel.
Sofía estaba en la cocina, preparando café. Al escucharlo, giró sin apurarse, apoyada contra la mesada con una postura que mezclaba curiosidad y desconfianza.
—Mirá quién volvió —dijo, con una calma que no escondía la agudeza en su voz.
Miguel se quedó en el marco de la puerta, con la mochila colgando del hombro, los ojos cargados de ojeras y el corazón latiendo a medias, como si estuviera dividido entre miedo y determinación.
—Hola, Sofi —musitó, la voz baja, casi temblorosa.
—¿Te acordás de esta casa, no? —preguntó ella, sin sarcasmo, pero con ese filo suficiente para recordarle lo mucho que se había alejado.
Miguel bajó la mirada y luego se sentó en una de las sillas, sin soltar la mochila, como si aún no pudiera permitirse el descanso. Sus manos se entrelazaron sobre la mesa, tensas.
—No sé por dónde empezar —dijo finalmente, como si hablar fuera desarmar la defensa que había construido en estos días de distancia.
Sofía apoyó la taza con un golpe suave sobre la mesada.
—No hace falta que empieces. Solo decí qué querés —respondió, midiendo cada palabra.
—Ver a Manuela —contestó él, directo, sin rodeos.
Sofía asintió lentamente. No se sorprendió. Había algo en su expresión que decía: “Tardaste demasiado”. El silencio se estiró como una sábana húmeda sobre ellos. Miguel frotó las palmas de las manos, incómodo, mientras el peso de los días de ausencia se hacía evidente en sus hombros.
—La extraño —murmuró, con un hilo de voz cargado de sinceridad y dolor.
Sofía se cruzó de brazos, lo estudió con atención. Lo encontró distinto: más flaco, más vulnerable, más real.
—¿Y te diste cuenta ahora? —preguntó con suavidad, pero sin ceder.
—No. Me di cuenta apenas cerré la puerta —confesó él.
—Entonces, ¿por qué no volviste antes? —replicó, más firme.
Miguel apretó los labios, la verdad pesando como plomo en su pecho.
—Porque no sabía si me iba a animar. Y porque… tenía miedo de que fuera tarde. —Su voz se quebró levemente, y un estremecimiento le recorrió la espalda.
Sofía soltó un suspiro cargado y se apoyó en la mesada sin dejar de mirarlo.
—Manuela te esperó. Días enteros. No sabés lo que fue verla romperse un poco más con cada hora que pasaba sin noticias tuyas.
—Sí lo sé —dijo él, bajito—. Por eso estoy acá.
Sofía entrecerró los ojos y su voz fue firme, como un disparo en la oscuridad.
—Entonces, si volvés, volvé en serio. No la toques si no estás dispuesto a quedarte.
Miguel asintió. No había rastro de soberbia en él. Solo la convicción muda de quien sabe que no puede huir más.
—No me voy a ir otra vez —afirmó, con solemnidad.
Sofía no respondió. Dio media vuelta y volvió a su café, dejándolo solo con sus pensamientos.
Miguel permaneció sentado, con las manos entrelazadas, como quien reza. Como quien espera que el tiempo haga el resto, que la distancia borrada por su regreso empiece a reconstruir lo que había dejado en ruinas.
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Manuela caminaba por la costanera cuando su celular vibró con un mensaje inesperado:
Miguel: ¿Podemos hablar? No en casa. Donde vos digas.
Sus dedos temblaron sobre la pantalla. Dudaron. Titubearon.
Finalmente escribió:
Manuela: En el río. Donde nos escondíamos de chicos.
El sol ya se había rendido, dejando paso a una noche tibia y clara. La costanera estaba casi vacía, acompañada solo por el murmullo constante del río, que parecía arrastrar consigo los años de silencio y distancia.
Media hora más tarde, lo vio junto al árbol torcido, ese que había resistido tormentas, podas y abrazos adolescentes. Él estaba de pie, con las manos en los bolsillos, el viento despeinándole el pelo y los ojos brillantes con toda la sinceridad que no había podido decir antes.
Manuela se detuvo a pocos pasos, cruzándose de brazos, como preparándose para contener lo que venía.
—¿Qué querés? —preguntó, con un filo que intentaba contener la emoción.
Miguel tragó saliva antes de responder. Su voz fue baja, sincera, cargada de honestidad contenida:
—No lo sé del todo. Pero no dejo de pensarte. Desde el día que me fui.
—¿Y Camila? —inquirió ella, con calma que ocultaba un dejo de tensión.
—Ya no está. Se fue. Lo supo antes que yo. Me dejó con más dignidad de la que merecía —contestó él, con un suspiro que arrastraba la culpa y el alivio a la vez.
Ella asintió, con frialdad que no sentía del todo. El silencio se volvió espeso, pesado, como una bruma interna que los envolvía. Lo miró con una mezcla imposible de rabia, amor y nostalgia amarga, la nostalgia que solo algunas personas son capaces de despertar en otras.
Y entonces, sin poder evitarlo, su mente la traicionó.
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FLASHBACK — MANUELA
Tenía diecisiete años.
Era la última noche de Miguel en Argentina. Todos dormían. Sofía roncaba en el sillón, la casa suspendida en ese silencio tan particular que traen las despedidas inevitables.
Salieron al patio a tomar aire. Se sentaron cerca, sin tocarse. Él se iba a España al día siguiente, y ella ni siquiera había terminado el colegio.
—¿Te vas a acordar de mí? —preguntó en voz baja, como si el viento pudiera robarle la respuesta.
Miguel la miró con ternura. La luna le dibujaba el perfil, y por un momento, parecía alguien de otra vida.