Latidos lejanos

Capítulo 5: Lo que arde en silencio

Una semana después, Miguel volvió.

No avisó. No escribió. No anunció su regreso con ningún gesto. Simplemente apareció una tarde, cruzando la puerta de la casa de siempre. La de su infancia. La que todavía compartía con Sofía. Como si el tiempo no hubiese pasado, aunque todo dentro de él estuviera cambiado para siempre.

Entró despacio, con pasos medidos. Como si cruzar el umbral le costara el doble.

Sofía estaba en la cocina, preparando café. Al escucharlo, giró sin apurarse.

—Mirá quién volvió.

Miguel se quedó en el marco de la puerta, con la mochila colgando del hombro, los ojos ojerosos y el corazón a media asta.

—Hola, Sofi.

—¿Te acordás de esta casa, no?

No había sarcasmo en su tono, pero sí filo. Justo el necesario para que doliera.

Miguel bajó la mirada, luego se sentó en una de las sillas sin sacar la mochila. Como si aún no pudiera permitirse el descanso.

—No sé por dónde empezar.

Sofía apoyó la taza con un golpe suave en la mesada.

—No hace falta que empieces. Solo decí qué querés.

—Ver a Manuela —dijo, sin rodeos.

Sofía asintió. No se sorprendió. Había algo en su expresión que decía: tardaste demasiado.

El silencio se estiró como una sábana húmeda. Miguel frotó las palmas entre sí, incómodo.

—La extraño —murmuró.

Sofía se cruzó de brazos. Lo estudió. Lo encontró distinto: más flaco, más desarmado, más real.

—¿Y te diste cuenta ahora?

—No. Me di cuenta apenas cerré la puerta.

—Entonces, ¿por qué no volviste antes?

Miguel apretó los labios. La verdad pesaba como plomo en su pecho.

—Porque no sabía si me iba a animar. Y porque… tenía miedo de que fuera tarde.

Sofía soltó un suspiro cargado. Se apoyó en la mesada sin dejar de mirarlo.

—Manuela te esperó. Días enteros. No sabés lo que fue verla romperse un poco más con cada hora.

—Sí lo sé —dijo él, bajito—. Por eso estoy acá.

Sofía entrecerró los ojos. Su voz fue firme, como un disparo en la oscuridad.

—Entonces, si volvés, volvé en serio. No la toques si no estás dispuesto a quedarte.

Miguel asintió. No había rastro de soberbia en él. Solo la convicción muda de quien sabe que ya no puede huir más.

—No me voy a ir otra vez.

Sofía no respondió. Dio media vuelta y volvió a su café, dejándolo solo con sus pensamientos.

Miguel se quedó en la silla, las manos entrelazadas, como si rezara. Como si esperara que el tiempo hiciera el resto.

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Manuela caminaba por la costanera cuando el mensaje llegó:

Miguel: ¿Podemos hablar? No en casa. Donde vos digas.

Sus dedos temblaron sobre el celular. Dudaron. Titubearon.

Finalmente escribió:

Manuela: En el río. Donde nos escondíamos de chicos.

El sol ya se había rendido, dejando paso a una noche tibia de cielo abierto. La costanera estaba casi vacía, solo el murmullo del agua acompañaba el paso del tiempo.

Media hora más tarde, lo vio junto al árbol torcido. Ese que había resistido tormentas, podas y abrazos adolescentes.

Él estaba ahí. De pie. El viento le despeinaba el pelo, y tenía las manos en los bolsillos. Los ojos le brillaban como si llevaran semanas guardando todo lo que no se animaba a decir.

Manuela se detuvo a pocos pasos. Se cruzó de brazos.

—¿Qué querés?

Miguel tragó saliva antes de hablar. Su voz fue baja, sincera.

—No lo sé del todo. Pero no dejo de pensarte. Desde el día que me fui.

—¿Y Camila?

—Ya no está. Se fue. Lo supo antes que yo. Me dejó con más dignidad de la que merecía.

Ella asintió, con una frialdad que no sentía. El silencio se volvió espeso, denso, como una bruma interna.

Lo miró con una mezcla imposible de rabia, amor, y esa nostalgia amarga que solo se activa con ciertas personas.

Y entonces, sin poder evitarlo, su mente la traicionó.

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FLASHBACK — MANUELA

Tenía diecisiete años.

Era la última noche de Miguel en Argentina. Todos dormían. Sofía roncaba en el sillón y la casa estaba suspendida en ese silencio tan particular de las despedidas inevitables.

Salieron al patio a tomar aire. Se sentaron cerca, sin tocarse. Él se iba a España al día siguiente. Ella ni siquiera había terminado el colegio.

—¿Te vas a acordar de mí? —le preguntó en voz baja, como si el viento pudiera robarle la respuesta.

Miguel la miró con ternura. La luna le dibujaba el perfil, y por un momento, parecía alguien de otra vida.

—Me acuerdo de vos desde que sos chiquita, Noe. No podría olvidarte aunque quisiera.

Ella no respondió. El corazón le latía como si intentara romperle el pecho desde adentro.

—Manuela… —susurró él, con la voz temblando—. Vos sos… algo que no me entra en palabras.

Ella se acercó sin pensar. Y él no se alejó. La besó.

Fue un beso breve. Tímido. Pero verdadero. Uno de esos que se dan no por impulso, sino por necesidad. Como si el alma reconociera algo que la mente aún no entendía.

Cuando se separaron, los dos tenían los ojos cerrados.

—No está bien —dijo él, en un suspiro.

—Pero lo sentiste —contestó ella.

—Demasiado.

Y al día siguiente, se fue.

Sin decir más. Sin mirar atrás.

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FLASHBACK — MIGUEL

Durante años, ese beso fue su mayor alivio y su condena más dolorosa.

La vio crecer en sus recuerdos. Pasar de ser la amiga de su hermana, a la mujer que le quitaba el aire con solo aparecer en sus pensamientos. La Manuela de su memoria no tenía edad, ni distancia. Solo fuerza.

Ese beso, pequeño e inocente, se le volvió tatuaje. Lo había sentido temblar entre sus manos. La contuvo como si pudiera romperse. Y se odió por sentir tanto.

Durante años se dijo: “Es chica. No podés.”

Pero la verdad era otra.

No era que no podía.

Era que no sabía si podría verla otra vez sin que le doliera.

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Volvieron al presente sin aviso. Sus ojos se encontraron, cruzando esa línea invisible que separa la memoria del ahora.




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