Las semanas siguientes fueron una danza muda entre lo que fue y lo que aún no podía ser. Una coreografía invisible de miradas que huían, palabras truncas y gestos que parecían ir a mitad de camino. Un fuego bajo, constante, al que ninguno se animaba a echarle leña, por miedo a que se descontrolara. O, tal vez, por miedo a que se apagara.
Miguel y Manuela empezaron a verse de nuevo. Primero en encuentros grupales, casi casuales. Luego, en reuniones que parecían orquestadas por la vida misma. Siempre había alguien más: Sofía, algún amigo en común, alguna excusa inocente que los obligaba a compartir un espacio sin estar realmente solos.
Era una forma de protegerse. De no volver a lo mismo demasiado rápido. Como si el pasado fuera una herida mal cerrada que aún supuraba dolor. Como si lo que había ocurrido aquella noche —esa confesión, ese beso cargado de verdad y vértigo— fuera solo un error compartido. Algo que ninguno debía nombrar.
Pero lo no dicho pesaba más que cualquier palabra.
El cuerpo recordaba. El alma también.
Cada vez que Miguel se acercaba demasiado en la cocina, Manuela sentía un nudo seco en la garganta. Uno que no se iba ni tragando saliva, ni mirando hacia otro lado. Cada vez que ella reía con esa risa desbordante y lo miraba sin querer mirarlo, él se quedaba inmóvil, como si el mundo se le achicara alrededor. Y cuando sus manos se rozaban —al pasar un plato, una taza, un abrigo olvidado—, el silencio se volvía espeso. Una estática invisible los rodeaba.
Y entonces se alejaban.
Como si el miedo a repetir el pasado fuese más fuerte que las ganas de volver a tocarse.
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Una tarde cualquiera, con el sol entrando oblicuo por las ventanas del comedor, pasó lo inevitable.
Sofía, en plena corrida de último momento, salió a hacer unas compras. Miguel se quedó en el living, sentado en el borde del sillón, fingiendo revisar algo en el celular. Manuela hojeaba un libro cualquiera, uno que ni recordaba haber empezado. La casa estaba en silencio. El tipo de silencio que no pesa, pero se siente. Que llena el aire sin decir nada.
El reloj del comedor marcaba las cinco. El mundo parecía suspendido.
—¿Seguís viéndote con Lautaro? —preguntó Miguel de repente. Su voz fue baja, casi casual, pero cargada de todo lo que no se había atrevido a decir en semanas.
No levantó la vista del celular. Quizás porque tenía miedo de lo que pudiera encontrar en la cara de Manuela.
Ella parpadeó. El corazón le dio un pequeño salto. El libro se volvió invisible entre sus manos.
—¿Eso importa? —respondió.
—Para mí sí —dijo él, y finalmente la miró.
Manuela cerró el libro con lentitud, como si ese simple gesto necesitara cuidado. Lo dejó sobre la mesa, con las manos juntas. Luego levantó la mirada. Miguel estaba a apenas dos metros, pero entre ellos había algo más que distancia. Había historia. Había dolor. Había algo sin nombre.
—No estoy saliendo con nadie —dijo ella, con voz firme, aunque un temblor se colaba en los bordes.
Él asintió. No dijo nada. Solo se incorporó un poco, como si su cuerpo comenzara a avanzar por voluntad propia. Como si la inercia lo llevara hasta ella.
—¿Y vos? —preguntó Manuela, apenas un susurro—. ¿Estás con alguien?
—No —respondió él, sin titubeos.
Ese no quedó suspendido en el aire. Sonó como una nota sostenida. Como una confesión muda.
Ella se levantó. Caminó hasta la cocina como quien busca aire nuevo, otro paisaje, una tregua. Algo en su pecho ardía. No sabía si era ansiedad, bronca o ese tipo de nostalgia que no busca el pasado, sino lo que podría haber sido.
En la mesa de la cocina, una caja abierta la esperaba. Era una de esas cajas viejas, con bordes rasgados, llena de papeles escolares, carpetas vencidas y anotadores sin tapas. Sofía había empezado una limpieza hacía semanas y la había abandonado a medio camino. Manuela se acercó sin pensar. Sin intención. Solo buscando cualquier cosa que la distrajera.
Hurgó entre hojas dobladas y fotos descoloridas, hasta que lo vio: un cuaderno de tapas negras, las esquinas dobladas, manchas de tinta seca. Lo reconoció al instante. Era suyo. De su último año del secundario.
Lo abrió por impulso. Por memoria. O quizás por necesidad.
Entre frases sueltas, apuntes de literatura y dibujos hechos al borde de las hojas, encontró una frase escrita en rojo. Subrayada. Apresurada. Adolescente.
"El problema con Miguel es que no me lo puedo sacar del pecho."
Se le congeló el cuerpo.
Miguel apareció en la puerta. La vio quieta, el cuaderno en las manos.
—¿Qué es eso? —preguntó, sin entender del todo.
Ella le mostró la hoja sin decir palabra.
Él la leyó. Despacio. Y algo se quebró en su rostro. No era tristeza. Era algo más íntimo. Más hondo. Era la certeza de una verdad vieja. Una que ya había intuido.
—¿Siempre fue así? —preguntó, con la voz apenas audible.
Manuela asintió.
—Siempre. Pero vos ni lo sospechabas.
—No es cierto —murmuró él—. Lo sospechaba todo. Solo que no sabía si tenía derecho a sentir lo mismo.
Ella bajó la vista. El cuaderno temblaba en sus manos. Era como leer una carta escrita por una versión antigua de sí misma. Una chica que todavía no sabía que iba a romperse tantas veces. Que todavía creía que amar era suficiente.
—¿Sabés cuántas veces pensé en ese beso? —dijo Miguel, dando un paso dentro de la cocina—. No puedo sacarlo de la cabeza. Es como si... como si el mundo hubiera girado en otra dirección esa noche. Como si todo lo que vino después solo existiera por eso.
Ella apoyó el cuaderno en la mesada. Le dio la espalda. Respiró hondo.
—No digas esas cosas si no vas a hacer nada al respecto.
Su voz fue baja. No de enojo. De protección.
Miguel avanzó. Con pasos medidos. Como si cada centímetro que acortaba lo acercara a un lugar del que no podría volver.
—No voy a hacer nada que te rompa de nuevo —dijo—. Pero si vos me pedís que te bese, Manuela… no me voy a poder contener.