Latidos lejanos

Capítulo 7: El peso de una mirada

Manuela se estaba acostumbrando a vivir con el corazón latiendo demasiado rápido. Cada vez que sabía que lo iba a ver, se repetía mentalmente: tranquila, controlá el cuerpo, no te delates. Pero bastaba una sola mirada de Miguel —esa manera de mirarla como si su piel tuviera memoria— para que toda esa armadura se deshiciera. El pecho se le llenaba de calor y el pulso se aceleraba sin remedio, como si su corazón quisiera hablar por ella. Cada gesto, cada roce accidental, cada palabra a medio decir se cargaba de electricidad, y ella lo sentía, lo absorbía, como si fuera un veneno que a la vez la salvaba.

Llevaba algunos días quedándose en la casa de Sofía y Miguel. Un problema con las cañerías de su departamento la había obligado a salir de allí por unos días, y su mejor amiga no dudó en ofrecerle un lugar. Lo que nadie imaginó era lo que esa convivencia accidental empezaría a despertar: una tensión contenida, una cercanía imposible de ignorar, una atracción que había dormido demasiado tiempo y que ahora se erguía con fuerza. Cada mirada, cada sonrisa, cada gesto mínimo tenía un significado que ambos entendían sin necesidad de palabras. Y aunque se esforzaban por mantener límites invisibles, esos límites se deshacían ante la intensidad de lo que compartían.

Últimamente, los encuentros solitarios eran más frecuentes. Un café en la cocina cuando Sofía se iba, un cruce de miradas que duraba un segundo más de lo debido, mensajes borrados al instante, audios interrumpidos justo cuando la voz de uno de ellos temblaba. Había una línea invisible que nunca cruzaban del todo, pero ambos sabían que el deseo estaba allí, latente, acechando, como un animal al borde de saltar. Hasta esa noche. Esa noche que lo cambió todo.

Estaban en la habitación de Sofía, organizando una caja vieja llena de fotos familiares y recuerdos olvidados. La lámpara derramaba una luz cálida, íntima, que hacía que todo el cuarto pareciera suspendido en otra realidad. Manuela estaba sentada en el piso, en shorts y una remera suelta, con las piernas dobladas a un costado. Miguel estaba recostado sobre la alfombra, el brazo bajo la cabeza, fingiendo revisar unas postales, aunque era evidente que no podía despegar la mirada de ella. El silencio estaba cargado de tensión, un silencio que hablaba más que cualquier conversación.

—Mirá esto —dijo ella, sacando una foto de la caja—. No puedo creer lo flaco que estabas.

—Y vos eras una nena —respondió él, sin dejar de mirarla—. Pero ya tenías esa mirada desafiante… me volvía loco… aunque no entendía por qué.

Ella giró lentamente hacia él, y el ambiente cambió de inmediato. El aire se volvió más espeso, más denso, como si el cuarto hubiera contraído su tamaño solo para ellos dos. La distancia entre ellos desapareció en segundos, pero los años de contención aún pesaban sobre sus hombros.

—¿Te caía bien? —preguntó ella, en voz baja, casi un susurro.

—Demasiado —dijo él, con un hilo de voz, y sus ojos la atraparon. Por eso me alejaba —agregó mentalmente, pero no lo dijo.

—¿Y vos? —dijo ella, con una sonrisa ladeada—. ¿Te pasaba lo mismo?

—No me caías bien —replicó ella, jugando—. Me caías peligrosamente bien.

Sus rostros quedaron a centímetros. Miguel se incorporó despacio, sin apartar los ojos de ella, acercándose con cuidado. Podía sentir el calor que emanaba su cuerpo, el perfume sutil que siempre lo había enloquecido, la respiración que comenzaba a acelerarse. Era imposible ignorar lo que pasaba entre ellos.

Manuela alzó una mano y le apartó un mechón de pelo de la frente.

—Tenés una cana —susurró con una sonrisa traviesa.

—Seguro es tu culpa —respondió él, con un hilo de risa que terminó convirtiéndose en tensión contenida.

El silencio volvió, pero esta vez era distinto. Pesado, cargado de deseo, de urgencia, de todo lo que habían callado. Miguel se inclinó hacia ella lentamente, con un gesto deliberado, consciente de que cruzaba la línea sin retorno. No era un beso impulsivo: era la decisión de alguien que no podía esperar más, que sabía que cada segundo de espera era un tormento.

El primer roce de labios fue apenas eso, un roce tibio, expectante. Pero cuando Manuela se inclinó hacia él, hundiendo su mano en su nuca, el beso se intensificó. Se volvió profundo, urgente, sucio de años de contención y secretos. Sus labios se movían con hambre, con deseo, con el dolor de todo lo que no se habían permitido sentir. Manuela lo atrajo de la remera, lo empujó sobre ella, hasta quedar debajo, con la espalda apoyada contra la alfombra y el corazón desbocado.

Miguel se sostuvo con los brazos a cada lado de su cuerpo, como si temiera aplastarla, romperla, perderse.

—Perdón —murmuró entre besos—. Perdón si esto está mal.

—No te atrevas —jadeó ella—. No te atrevas a parar ahora.

Él la miró con miedo, con deseo, con la mezcla peligrosa que siempre los había caracterizado. Temía perderla, temía volver a romperla, temía dejarla escapar.

—No sé cómo hacer esto sin romperte —dijo, con voz ronca.

—Entonces aprendé —respondió ella, con un jadeo—. Pero no me dejes así.

A partir de ese instante, todo pensamiento racional desapareció. Se dejaron llevar, dejando que cada roce, cada suspiro, cada movimiento hablara por ellos. Sus manos exploraban sin prisa, recorriendo la cintura, subiendo por debajo de la remera hasta rozar suavemente el costado de su pecho, cada contacto cargado de electricidad, como si ambos supieran que cada segundo contaba.

Manuela arqueó la espalda, buscando más, sus piernas entrelazadas con las de él, la respiración hecha jadeo, el mundo desapareciendo alrededor. Sus manos bajaron hasta el borde de su pantalón y se quedaron ahí, dudando solo un instante, hasta que sintió la mano de Miguel sobre la suya, guiándola con firmeza, permitiéndole el contacto. El silencio era absoluto, íntimo, y cada gemido era una confesión, un testimonio de todo lo que habían guardado.




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