Desde aquel beso robado, todo cambió.
Manuela ya no habitaba la casa como antes. Cada rincón se había convertido en un territorio de peligro emocional. La escalera, el sofá, incluso la cocina tenían un peso distinto, como si guardaran en secreto la memoria de lo que había sucedido. Todo era un eco de algo que apenas había comenzado, pero que ardía como si llevara años tatuado en la piel.
Cada encuentro con Miguel era un campo minado. El simple roce de una mano al pasarle el mate, una mirada sostenida un segundo de más en medio de una charla trivial, o el instante en que sus piernas se rozaban en el sofá, bastaba para encender un fuego imposible de ignorar. El aire entre ellos estaba cargado de electricidad, de esa estática que avisa que algo va a explotar.
Y aun así, ninguno se alejaba. Seguían orbitando alrededor del otro, atraídos por una gravedad que parecía más fuerte que la voluntad. Como si supieran que el peligro era inevitable, y en lugar de huir, lo esperaran con ansias secretas.
Las palabras eran pocas, pero los cuerpos hablaban demasiado: silencios densos, pausas al hablar, miradas que se perdían en bocas y cuellos, respiraciones que se aceleraban sin motivo. Vivían sostenidos en un hilo tenso, afinado al límite, que podía romperse en cualquier momento.
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Una noche, Sofía organizó una cena con sus amigas de siempre. Empanadas caseras, vino barato y risas que temblaban en las paredes. El living estaba lleno de voces femeninas que hablaban todas a la vez, de carcajadas que subían como un río alegre y caótico.
Miguel, como era de esperar, se excusó con un proyecto y se encerró en su cuarto. Pero Manuela sabía que estaba despierto. Lo sentía del otro lado de la pared. A veces creía escuchar sus pasos, su respiración contenida, el leve golpeteo de una taza apoyada en la mesa. Como si él también orbitara en esa tensión insoportable, sin poder trabajar, sin poder escapar.
Ella misma, entre copas de vino y bromas que deberían ser inocentes, se sorprendía buscándolo en su mente. Un gesto, una palabra, una imagen rápida de sus manos recorriéndola. El deseo la acechaba incluso entre amigas.
Cuando la cena ya estaba avanzada, con la cabeza algo aturdida de vino y calor, Manuela se levantó a buscar agua. La risa seguía flotando en el aire, pero su cuerpo pedía un respiro. Bajó despacio a la cocina, con el pelo algo revuelto, las mejillas rojas por el alcohol y los ojos brillantes de tanto reír.
Y ahí estaba él.
Apoyado contra la mesada, descalzo, con una taza de té a medio terminar en la mano. La penumbra de la cocina lo envolvía: solo una luz tenue iluminaba el azulejo y dibujaba sombras en su cara. Su boca entreabierta, la mirada fija. Miguel la observaba como si ella fuera lo único que existía en el mundo.
—Pensé que estabas en tu cuarto —dijo Manuela, con un sobresalto que le tensó la voz.
Él no desvió los ojos. —Escuché tu risa. —Su voz era grave, baja—. Me cuesta no salir a buscarte cuando reís así.
El corazón de ella se desbocó. La botella de agua en su mano temblaba apenas. El aire se volvió espeso. No sabía si era el vino, el recuerdo de su boca en la suya, o simplemente la necesidad contenida de tantos días jugando a evitarse.
Miguel dejó la taza a un lado y dio un paso. Luego otro. La rodeó con la mirada como si pudiera desnudarla sin tocarla. Su silencio hablaba más que cualquier confesión.
—No puedo más, Manu —susurró, a centímetros de su oído—. Me cuesta respirar cuando estás cerca y no puedo tocarte.
Ella sintió un escalofrío recorrerle la piel. El cuerpo se le arqueó solo, como si esas palabras fueran un imán irresistible.
—Entonces hacelo —murmuró, casi sin voz.
Él la sujetó por la cintura con una fuerza contenida, como si llevara demasiado tiempo aguantándose. La acorraló contra la mesada, y el mundo entero se redujo al roce de sus cuerpos. Su boca buscó la de ella con hambre, y cuando sus labios se encontraron, ya no hubo marcha atrás. Fue un beso feroz, urgente, pero atravesado de ternura. Un beso que quemaba. Un beso que no pedía permiso.
Las manos de Miguel recorrieron su espalda, subieron bajo su buzo, y encontraron la piel tibia de su cintura. Ella jadeó en su boca cuando sintió los dedos bajar hasta la espalda baja, acariciándola con una mezcla de delicadeza y deseo feroz.
—No dejo de pensar en esa noche —confesó él, contra su cuello, con la voz rota—. En vos encima mío… en cómo me decías mi nombre al oído.
Manuela lo abrazó por la nuca, respirando con dificultad. Lo sentía duro contra su vientre, palpitante, desesperado.
—Yo también pienso en eso —susurró—. En cómo me tocaste. En cómo me mirabas. En cómo me sentí… en casa.
Sus palabras fueron gasolina. Miguel deslizó las manos hacia sus muslos y subió despacio, hasta meterse bajo el short. Los dedos rozaron el borde de las braguitas. Ella se arqueó, ahogando un gemido contra su boca.
—Dios… —jadeó él—. Me vas a volver loco.
Ella le apretó la nuca, buscando más. El beso se volvió más profundo, más salvaje. Miguel se dejó llevar y deslizó un dedo bajo la tela mínima de su ropa interior. La sintió húmeda, ardiente, abierta para él.
—Estás lista… —murmuró con los ojos cerrados, como si ese descubrimiento lo incendiara por dentro.
Ella gimió suave, mordiéndose los labios para no perderse en el ruido del placer. Su cuerpo temblaba apoyado contra la mesada. Sus manos bajaron por la espalda de Miguel y se colaron bajo su remera. Tocó sus músculos tensos, la piel caliente, la respiración agitada.
Él empezó a masajearla, a rozarla despacio, como quien se pierde en un terreno prohibido pero irresistible. Cada roce de sus dedos arrancaba un suspiro, un gemido ahogado.
—No puedo parar —susurró él, hundiendo el rostro en su cuello.
Ella, ya perdida en el calor, llevó una mano al pantalón de él. Sintió la dureza que lo desbordaba. Lo acarició por encima de la tela, frotando despacio, arrancándole un gruñido bajo que la excitó aún más.