Latidos lejanos

Capítulo 9: Jugar con fuego

Manuela pasó toda la mañana con una sensación extraña en el pecho. Había dormido mal, interrumpida por sueños que no eran sueños del todo: imágenes borrosas que se mezclaban con recuerdos demasiado nítidos. No podía dejar de pensar en ese beso. En lo que sintió cuando lo tuvo encima, cuando lo besó con desesperación contenida, cuando se aferraron como si el mundo fuese a terminar esa noche.

El cuerpo recordaba. El alma también.

Aún podía sentir la presión urgente de sus manos en la cintura, su aliento tibio bajando por su cuello, ese fuego en la voz grave de Miguel cuando le dijo que no podía seguir sin tocarla. Lo sentía en la piel, en el pecho, en ese hueco entre las costillas que ahora no podía llenar con nada.

Durante el desayuno, el ambiente fue tranquilo en apariencia, pero bajo la calma flotaba una tensión sorda. Sofía puso música suave en el parlante, tarareó mientras servía café y sonrió como si quisiera mantener la armonía de la casa con hilos demasiado frágiles.

—¿Qué les parece hacer una noche de juegos hoy? Como cuando éramos chicos —propuso con entusiasmo, mirando a los dos. Su alegría era tan ligera que parecía flotar. —Invitamos a Lauti y a Fran. Ustedes eligen la comida.

—Podríamos sumar a Mica —dijo Manuela, fingiendo casualidad—. La conocí hace poco por redes. Parece buena piba.

—¡Sí! —respondió Sofía encantada—. Se enganchó con el grupo hace poco, pero es re copada. Va a estar buenísimo.

Miguel bajó la taza con más fuerza de la necesaria. El golpe seco sobre el plato sonó más fuerte que la música. No dijo nada. Solo asintió, evitando los ojos de Manuela como si al mirarla se delatara.

Esa noche, el living se llenó de voces, carcajadas y botellas abiertas. La mesa baja se llenó de cajas de pizza y vasos de plástico, servilletas arrugadas y restos de aceitunas que nadie se comió. El aire olía a cerveza y a juventud, a complicidad de amigos. Rieron con anécdotas de la secundaria, se burlaron de las fotos viejas, inventaron retos absurdos.

Lautaro se sentó al lado de Manuela. Su conexión fue casi inmediata. Conversaban con fluidez, con esa chispa de quienes se encuentran en un mismo ritmo: chistes tontos, gestos compartidos, comentarios rápidos. No había tensión, solo una química liviana y despreocupada, como un perfume dulce. Pero ese perfume, para Miguel, era veneno.

Desde el otro lado del sillón, la mirada de Miguel volvía una y otra vez hacia ellos. Intentaba concentrarse en lo que Mica le decía, sonreír a destiempo, asentir como si entendiera, pero cada risa de Manuela era un cuchillo. Cada roce accidental de Lautaro, una estocada. Y lo peor: la naturalidad con la que ella lo permitía. La facilidad con la que parecía disfrutar de estar con otro. Con alguien que no era él.

Manuela, por supuesto, lo notó. Sentía esa mirada como un calor en la piel. Como si Miguel estuviera pegado a su nuca aun desde lejos. Y, por un instante, se permitió disfrutar de verlo morderse la mandíbula. De esa tensión contenida en sus hombros. Como si quisiera decirle en silencio: Esto también duele de este lado.

La botella giró sobre la mesa y apuntó hacia ella. Fran sonrió.

—Verdad o reto, Manu.

—Verdad —respondió, acomodándose el cabello y alzando la copa.

—¿Alguna vez te gustó el hermano de alguna amiga?

El tiempo se detuvo. Todos estallaron en risas, chistes, exclamaciones. Pero Manuela no. Ella solo arqueó una ceja y dijo con teatralidad:

—Paso. No quiero destruir amistades ni provocar traumas familiares.

—¡Eso es un sí enorme! —gritó Mica entre carcajadas.

Las risas siguieron. Miguel no. No se rió. No movió ni un músculo. Se limitó a mirar su copa vacía como si el cristal pudiera contenerlo.

Un rato después, le tocó a Lautaro.

—¿Verdad o reto? —preguntó Sofía.

—Verdad.

—¿Quién te parece la más linda del grupo?

Lautaro giró la cabeza sin dudar.

—Manu. Definitivamente.

Hubo un murmullo de bromas, comentarios pícaros, aplausos falsos. Manuela se sonrojó, se tapó la cara riendo, sintiéndose de golpe como una adolescente que vuelve a ser vista. Pero la sensación le duró poco. Porque desde el rabillo del ojo lo vio. Miguel. Tenso. Inmóvil. Con el vaso vacío apretado en la mano.

Se levantó con la excusa de buscar algo en la cocina. Nadie lo notó. Nadie, excepto ella.

Un rato después, cuando Manuela fue a buscar el celular al cuarto, lo encontró ahí. En la cocina. Apoyado contra la heladera, descalzo, con una cerveza a medio tomar. Sus ojos, oscuros. Cargados de sombras.

Cuando ella pasó a su lado, él se movió. La detuvo con un roce firme en la muñeca. La acorraló suavemente entre la mesada y su cuerpo.

—¿Te reís así con cualquiera? —murmuró, la voz baja, tensa, espesa de celos.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Qué decís?

—Con Lautaro. Apenas lo conocés y ya se siente con derecho a mirarte como si fueras suya. A tocarte el brazo como si… —Se interrumpió. Sus labios apretados.

—¿Y vos desde cuándo decidís quién puede mirarme? —dijo, desafiante.

Él se inclinó más. Sus respiraciones chocaron.

—Desde que te besé. Desde que no puedo dormir sin recordarlo. Desde que no me alcanza el aire si no te pienso en mi cama.

El corazón de Manuela se desbocó. Sentía su cuerpo vibrar contra el de él. Y, sin bajar la mirada, le devolvió el golpe:

—No me provoques, Miguel. No si después te vas a esconder otra vez.

La mandíbula de él tembló.

—No me provoques vos, porque esta vez no voy a parar.

Y no paró. La besó. Fuerte. Urgente. Sus labios chocaron con los de ella con hambre. Manuela respondió con la misma furia contenida. Se aferró a su cuello, mientras él apretaba sus caderas contra la mesada. La madera vibró.

Sus lenguas se encontraron como si hubieran esperado toda la vida. Él la levantó apenas, la sentó sobre la mesada, abriéndole las piernas para meterse entre ellas. El roce de sus cuerpos fue brutal, directo. Ella gimió en su boca, arqueando la espalda.




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