Latidos lejanos

Capítulo 10: La verdad entre susurros

La tensión ya no se escondía. Vivía con ellos. Dormía entre las paredes. Se deslizaba como un suspiro en cada rincón de la casa, densa y persistente. Respiraba en cada mirada que se robaban, en cada gesto contenido, en cada silencio que ardía más que cualquier palabra. Cada roce, cada suspiro compartido en el aire, era un recordatorio de que lo que sentían era imposible de ignorar.

Miguel no podía concentrarse. Los días se le hacían eternos. El proyecto que había venido a cerrar desde España seguía estancado, como si su mente se negara a habitar algo que no fuera ella. Camila ya era parte de un pasado que se borraba con cada amanecer. Pero Manuela… Manuela era un presente que lo consumía, lento e imparable. Cada vez que ella pasaba cerca, su olor, la calidez de su cuerpo, la manera en que su cabello caía sobre los hombros, lo atravesaba de tal forma que casi podía sentir la electricidad de sus manos sobre la piel.

El reloj, sin piedad, seguía avanzando. Le quedaban apenas un par de semanas antes de volver a Madrid. Cada día era una coreografía de deseo contenido. Dormían bajo el mismo techo, comían en la misma mesa, se cruzaban en los pasillos con los labios llenos de palabras no dichas, con los cuerpos vibrando a centímetros, temblando solo por la proximidad.

Una tarde, Sofía tuvo que ir a la facultad. Manuela se quedó con la excusa de estudiar para un final. Miguel también estaba. Silencio en la casa. De esos espesos, que parecían contener la respiración del mundo. El sol de la tarde caía oblicuo por las ventanas del living, bañando la mesa de una luz tibia y dorada. Manuela fingía leer unos apuntes de neuropsicología, pero la vista se le perdía. Cada palabra era una excusa para no pensar en él, y cada línea era un recordatorio de que era inútil resistirse. Cada vez que escuchaba pasos en el pasillo, el cuerpo se le tensaba como una cuerda al borde del quiebre. Sabía que era él.

Miguel estaba en la cocina. Abrió la heladera sin buscar nada, solo para moverse. Cerró. Abrió la alacena. Se frotó la cara. Tenía el estómago cerrado, los pensamientos hechos un nudo. Se preguntaba cuánto más podría sostener el fuego sin quemarse. Sentía que vivía en un limbo donde cada día era una repetición de lo mismo: desear, contenerse, alejarse, acercarse. Como si sus propios pasos se hubieran aprendido el ritmo de la renuncia.

Se cruzaron en el umbral. Sus cuerpos a un metro de distancia, la tensión palpable, como un hilo de electricidad esperando estallar.

—¿Querés mate? —preguntó ella sin mirarlo, intentando distraerse con el gesto, pero con la voz cargada de temblor.

—No quiero más excusas para hablar con vos —respondió él, seco, directo, pero con un brillo en los ojos que delataba todo el fuego que contenía.

Ella levantó la vista. Él la miraba con urgencia, con la sensación de que si se acercaba un centímetro más, no habría vuelta atrás.

—No me hables así —susurró ella—. Que se me acelera el corazón.

—¿Y si te digo que el mío no para desde que te vi aquella primera noche?

Manuela sintió que el pecho se le comprime, que cada latido era un tambor que marcaba la inminencia de algo que no podían controlar.

—No deberíamos estar haciendo esto.

—Ya lo estamos haciendo —dijo él, con la voz baja, ronca—. Aunque no nos toquemos. Aunque no lo digamos. Te pienso todo el día, Manu… y cuando no te veo, me falta el aire.

Ella bajó la mirada. Tragó saliva. Todo dentro suyo temblaba. Y de repente, la distancia ya no parecía suficiente. Cada centímetro que los separaba era un abismo que querían cruzar.

Miguel dio un paso hacia ella. Luego otro. Le acarició la cara con la yema de los dedos, despacio, como si su piel fuera territorio sagrado. Fue la primera vez que no hubo prisa. Solo ternura. Solo verdad.

—Yo también tengo miedo —dijo él, bajito—. Pero lo que siento por vos… no se parece a nada que haya sentido antes. No sé si es amor todavía, pero se parece tanto… que me da vértigo.

Manuela sintió que algo dentro suyo se rendía. Cada fibra de su cuerpo respondía a la proximidad de él: la respiración entrecortada, las manos temblorosas, la piel vibrando de expectativa.

—Me estoy enamorando de vos, Miguel —confesó, con los ojos cerrados, dejando salir una verdad que hasta hace segundos ni ella misma se permitía—. Pero no sé qué hacer con eso. No sé si es posible. Vos te vas.

Él la miró con una mezcla de deseo, dolor y promesa. Sus dedos bajaron con delicadeza, rozando la curva de su cuello, recorriendo lentamente los hombros de su remera, tanteando cada borde de la piel que podía sentir sin cruzar aún la línea.

—Sí… tengo que volver a España en quince días. Pero no quiero irme sin saber qué somos. Sin haberte dicho lo que siento. Sin haberte tenido de verdad, aunque sea un rato.

—¿Y después qué? —preguntó ella, con la voz temblorosa, atrapada entre el miedo y el deseo.

—Después vemos. No te pido un futuro. Te pido el ahora. Este. Vos y yo. Sin mentiras. Sin miedo.

Se acercó más. Sus respiraciones se mezclaban, el calor de sus cuerpos era un imán que los hacía tambalear. Sus manos exploraban, rozaban, tanteaban, subían por la espalda de ella, descendían por la cintura, rozando la línea donde la ropa cubría la piel más sensible. Los labios de Miguel apenas rozaban los de Manuela, como probando el terreno, y ella respondía, arqueando la espalda, acercándose más, con las manos sobre su pecho, reteniéndose de hundirse en él completamente.

Cada movimiento era un diálogo silencioso: “quiero más, pero no puedo, no ahora, no hasta que estemos solos”. Cada respiración conjunta era un contrato no hablado. Sus cuerpos estaban al límite, los dedos temblaban al contacto, los labios se buscaban, la respiración era un hilo apenas contenido entre gemidos y suspiros.

—No podemos —susurró Manuela, temblando, con la voz ronca—. Si seguimos, no hay vuelta atrás.

—Lo sé —contestó Miguel, con un hilo de voz, pero apretando sus manos contra su cintura—. Pero es tan difícil…




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