Latidos lejanos

Capítulo 11: Como si el mundo fuera solo de ellos (+18)

El sol entraba tibio por las ventanas. Era sábado. Sofía había salido temprano a estudiar con amigas y no volvería hasta la noche. Miguel y Manuela se quedaron solos en la casa.

No habían planeado nada. Pero tampoco necesitaban hacerlo.

Desayunaron en pijama. Compartieron pan con manteca, risas con mermelada. Manuela tenía el pelo revuelto y la cara sin maquillaje, y a Miguel le pareció la mujer más hermosa del planeta.

Después lavaron los platos juntos, como si llevaran años compartiendo mañanas. Se mojaron sin querer. Se mojaron a propósito. Hubo salpicones de agua, carcajadas, una trampa entre sus brazos. Un beso largo apoyados contra la mesada, con olor a jabón y a ganas.

Salieron a caminar por la plaza del barrio. No tomados de la mano, aunque querían. Cerca, pero no tanto. A veces las miradas decían lo que los gestos no podían.

De regreso, cocinaron juntos. Pusieron música, bailaron entre cucharas de madera y hornallas encendidas. Se besaron con las manos sucias de salsa. Él la alzó y la sentó sobre la mesada, y por un momento todo pareció posible. Todo pareció fácil.

La miró con devoción. Con la mezcla exacta de ternura y deseo. Sus manos recorrieron sus piernas con calma, con respeto, con hambre de lo que ya sentía suyo hace tiempo. Manuela lo besó como si se le fuera la vida en ello. Y tal vez un poco se le iba. De miedo, de ganas, de vértigo.

Y entonces ya no pudieron contenerse.
Fue un movimiento urgente, inevitable.

Miguel se pegó a ella, con la respiración entrecortada. Sus besos ya no eran dulces sino desesperados, cargados de años de deseo reprimido. Manuela bajó con manos temblorosas el cierre de su pantalón, y la erección saltó libre, dura y caliente en su mano. Un gemido ronco se le escapó a Miguel cuando sintió su contacto.

Él apartó a un costado la tela fina de sus bragas, apenas un movimiento torpe, rápido, como si no soportara un segundo más de distancia. Sus dedos rozaron la humedad que ya se acumulaba entre sus pliegues, y el calor del contacto lo hizo gruñir.

—Dios, estás tan mojada… —susurró, contra su boca, con la voz rota.

—Es por vos… —jadeó ella, mordiéndole los labios.

No hubo más palabras. Miguel la sostuvo fuerte de la cintura y la penetró de un solo empuje, profundo, desgarrador, arrancándole un grito ahogado que se perdió en sus labios. Ella lo rodeó con las piernas, aferrándose a su cuello, y él comenzó a embestirla con fuerza, sin freno.

El choque de sus cuerpos resonaba contra la madera de la mesada. Los utensilios vibraban, los platos sucios olvidados en la pileta. El aire estaba impregnado de salsa caliente y de sexo crudo.

Manuela gemía contra su oído, con la voz entrecortada, la respiración hecha pedazos. Miguel la agarraba de la cadera con una mano, mientras con la otra apretaba su muslo, guiándola, hundiéndose una y otra vez en ese cuerpo que sentía suyo.

Cada movimiento era urgente. Salvaje. Como si hubieran esperado toda una vida para ese instante.

—Más, Miguel… más fuerte… —pidió ella, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás.

Él obedeció, clavándose con más violencia, empapado en su humedad, perdiéndose en el sonido húmedo de cada embestida. La besaba entre gemidos, le mordía el cuello, le lamía el pecho por encima de la remera arrugada.

Ella arqueaba la espalda, jadeando, con los dedos enterrados en su cabello. Su clítoris rozaba su pelvis en cada embestida, haciéndola estremecer.

Miguel gruñía, como si el placer lo desbordara. No quería soltarla, no quería que nada los interrumpiera.

Manuela lo sentía crecer más dentro de ella, el roce intenso, el ardor delicioso. Gritó su nombre con la voz rota, mientras sus piernas temblaban al borde del orgasmo.

—No pares… no pares… —suplicó, entre jadeos.

Él no paró. La tomó con más fuerza, con la desesperación de quien sabe que el tiempo es prestado. Sus cuerpos sudaban, se pegaban, chocaban una y otra vez.

El clímax la sacudió primero a ella. Se arqueó contra la mesada, con un gemido ahogado en su boca, los músculos apretándose alrededor de él, estremecida por las ondas de placer que la atravesaban. Miguel la sintió apretarlo con fuerza adentro, y eso lo volvió loco.

—Joder… Manuela… —gruñó, acelerando, hasta correrse con un gemido ronco, hundiéndose todo dentro de ella, derramándose con violencia y alivio.

Quedaron fundidos, respirando como si hubieran corrido kilómetros, con la cocina impregnada del olor a sexo y a comida olvidada.

Miguel apoyó la frente contra su cuello, jadeando. Manuela lo abrazó fuerte, temblando, con las piernas todavía aferradas a su cintura. Se besaron despacio, como si ese fuera el último beso de sus vidas.

Pasaron unos minutos antes de moverse. Se acomodaron como pudieron, riendo bajo, todavía excitados, con la piel pegajosa, con las ropas desordenadas.

Fueron hasta el sillón, todavía encendidos, y se dejaron caer juntos. Miguel la abrazó por detrás, hundiendo la cara en su cuello, mientras ella cerraba los ojos, rendida.

Y ahí, justo cuando el silencio parecía eterno, sonó la puerta.

Sofía.

Saltaron como si los hubieran sorprendido en un incendio. Ella se acomodó la ropa, se peinó rápido. Él subió el cierre, ajustó el cuello de la remera. En segundos borraron las huellas de lo que acababa de pasar.

Cuando Sofía entró, los saludó como siempre. Y ellos respondieron como si nada. Como si no hubieran estado fundidos minutos antes. Como si no hubieran tenido sexo desesperado en la cocina.

Miguel la miró de reojo. Manuela también lo hizo. Pero esta vez no se sonrieron.

El día perfecto había terminado. Y la realidad les recordaba que lo que vivían… todavía no era libre.

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✦ MANUELA ✦

El silencio de la casa la envolvía como una manta suave. Apenas se escuchaban ruidos, pero en su interior todo vibraba. Aún sentía su piel caliente, el corazón latiendo con ese ritmo que solo él sabía despertar.




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